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Alborada
Las mañanas nacientes nutren de paz y dan una especial radiación al alma.
Domingo, 30 de Julio de 2017

El sigiloso desfile de los duendes, la suprema magnitud que adquieren las palabras cuando se leen en la mañana, la transparencia luminosa de aquello que no se ve, pero se siente, los trinos que pasan de ser susurros de pájaros a himnos naturales: todo, sale de las almohadas del tiempo que duerme y deja caer su magia en la esperanza del día.

Es costumbre del amanecer ceñir el rastro de la luz, asomarse con algún mensaje, adornarse de resplandores, encerrar los sueños, mirar, de la mano de la nostalgia -un poco a hurtadillas- la vera del camino que va dibujando la vida desde el laberinto de su propio misterio.

Hay cosas encantadoras, la lejana cercanía de la luna que propone bondades al amanecer, las hojas llenas de ternura cuando sucumben su verdor bajo el sopor del rocío, el aire sagrado que vela todo y se esconde en las ramas de un árbol, o las manos de un niño entrecruzadas en ingenuidad conmovedora.

Ese escenario puro se da sólo en la madrugada, porque los secretos de la belleza se abren espontáneos alrededor de las sombras que se van diluyendo, seguros de que, únicamente, los soñadores apreciarán esa sensación tan bonita de infinito, esa eterna costumbre del universo de mostrarse total en la alborada.

Las mañanas nacientes nutren de paz y dan una especial radiación al alma: van iluminando el nocturno y se constituyen en momentos de apacible espera, mientras comienzan los afanes, ante los cuales sale uno fortalecido a dar batalla a las miserias humanas.  

No hay vidrios, ni murmullos distintos a la música silenciosa de los arrullos del tiempo, concentrados en la misión de ser brújula y compás para dibujar el horizonte. (Las mejores se esconden un rato y se muestran, luego, en el arco iris transitorio de los sueños).

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