Ahora que no tenemos nombre, sino clave, inclinados y humillados a los teclados, valen más las cursilerías, porque provienen del alma y son puras. Es bueno pensar en ellas, una serena opción crepuscular de la existencia aunque, en mí, han estado desde la aurora de los años: me han encantado los temas románticos y los polos al infinito, en vez de los de a tierra.
De hecho, he recorrido senderos maravillosos de la mano de la fantasía; en ellos adiviné las sendas de mi vida anónima, en una fascinante manera de acomodarme a la sencillez y a la bondadosa riqueza de los sueños.
La indiferencia que me produce el dinero y, más, el poder, me ha permitido adoptar costumbres fáciles, en las cuales existe la medida secreta de la felicidad que sólo se da en lo simple.
Cada vez que obtengo algo estoy seguro de haberlo soñado y, también, que el destino me dio la oportunidad de fortalecerme en la obediencia y el acato: los cultos llaman a eso estoicismo, un fervor por la espiritualidad del tiempo.
Debo mi gratitud a Dios y a San José por haber alcanzado tantas cosas sin ambicionarlas, con esa oculta querencia por el a priori que me conduce, siempre, a una intuición aprendida persistentemente a los sabios.
He podido comprobar que el camino se hace fácil cuando uno entiende que las dificultades no suceden por sí solas, que hay una razón majestuosa de por medio y que, en el agotamiento de vivir, se halla la semilla de cada esperanza.
La encarnación de los colores nacientes en mi mirada, la tímida sonrisa del amanecer y el reflejo de la inmensidad del universo en la ruta rauda de los pájaros, llevan lejos al alma, la hacen vivificarse, como si la vida se asomara a los ojos con esa sensación maravillosa de no hacerse nunca vieja.
(Una cursilería: mi señal es estudio, mi clave es silencio y mi correo es soledad: en ellos digito la naciente radiación de mi luz hacia la plenitud).
