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Con el burro enjalmado
Las fiestas son un buen pretexto para salir a rumbear hasta la madrugada.
Lunes, 24 de Julio de 2017

Terminaron las fiestas de Cúcuta. Fiestas julianas se llamaban el otro día. Porque esto de dedicarle unos cuantos días a la gozadera, no es de ahora. Se cuenta que el día del terremoto de Cúcuta, a la hora del bamboleo terrestre, había una retreta en el parque principal y se estaban repartiendo los programas para las fiestas julianas de ese año. Por esa feliz coyuntura, muchos se salvaron de morir apachurrados bajo los escombros de sus casas, pues estaban en el parque escuchando los bambucos y pasillos, que la banda de músicos tocaba en la glorieta del parque.

Desde entonces las fiestas han continuado, a veces sí, y a veces no. A veces con buenos resultados. A veces, más malas que buenas. Pero es una bonita oportunidad para que la gente se reencuentre: amigos de atrás, conocidos de antes, exnovios, examantes, paisanos, compañeros de colegio, en fin. 

Las fiestas son un buen pretexto para salir a rumbear hasta la madrugada, para llegar tarde a casa, para olvidarse de agites, de estreses y de escuatros. Para olvidar por un rato lo que pasa en Venezuela y lo que pasa en Colombia.

En los pueblos la gozadera es mayor. Corridas de toros en plazas improvisadas (una vez en Bochalema se subió el toro a las graderías de tabla y se formó el despelote); despecuezadas de gallo; carreras de encostalados y desfiles de disfraces; reinados y bailes públicos hasta el amanecer.

Como nuestro alcalde es de pueblo, hizo lo posible por brindarnos a sus súbditos cuatro días de esparcimiento (con día cívico incluido), desfile de carrozas y comparsas, conciertos, concursos, reinados, jartazón y bailoteos. 

Lástima que muchos nos quedamos con el burro enjalmado pues, a última hora, nos cancelaron la cabalgata. Yo ya estaba acaballado en mi jamelgo, que me trajeron mis primos, los Ardilas, de Las Mercedes, cuando me llegó la fatal noticia: “No hay cabalgata. La suspendieron”.

-¿Y esa joda? –pregunté yo, fuera de mí. Fuera de mis zamarros que iba a estrenar y de la silla nueva, de cuero repujado, y de las espuelas cascabeleras que yo hacía tintinear en el andén de la cuadra donde vivo,  para envidia de vecinos y de los que pasaban a presenciar la cabalgata.

Me quedé con el poncho blanco y el sombrero aguadeño, igualitos a los del presidente Uribe, sin poder lucirlos. Me quedé con el fotógrafo listo, que ya había contratado, para que me tomara fotos con el alcalde, como veo que hace un amigo de la Academia. Me quedé con los crespos hechos y con los arreos dispuestos para lo que sería la mejor actividad de las fiestas, la cabalgata.

No supe qué pasó, ni qué motivos tuvo el Ica, entidad que, según dicen, prohibió el desfile de los de a caballo. Tal vez algún problema por un “quítame allá esas pajas” entre el alcalde y los del Ica, tal vez un mal entendido o quizás alguien pensó que la calle quedaría llena de cagajones, o tal vez porque el olor de los caballos se mezclaría con el olor de tantos burros que tenemos, o por evitar alguna dolorosa caída.

No sé qué pasó, digo, pero nos echaron una joda. Esas vainas no se hacen.  El alcalde y sus secretarios y secretarias se quedaron también con sus rocinantes listos. Y la fiesta perdió uno de sus mayores encantos: el de montar. Esperaremos a ver si dentro de un año, a mi ilustre amigo César y a mí, no nos sale el tiro por la culata.

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