La humanidad es, ahora, una añeja melodía que se canta sólo en la nostalgia de los viejos; cedió su primogenitura, se desbarató, se dejó relegar, se volvió oscura: es un lamento de la génesis que tenía el encanto de las cosas trascendentes.

Había nacido con la pureza de ser el reflejo de la idea divina de la creación, con un don de espiritualidad, inteligencia e intuición, que nutría de hidalguía la consciencia y renacía en cada acto de madurez.

Quería comprenderlo todo, la estructura del mundo, el tiempo, las alternativas de vida y los graduales cambios en la naturaleza, en una especial disposición a conocer lo oculto, la razón de los enigmas, con una ansiedad innata por resolver el misterio de vivir.

La acompañaba un sueño constante, quizá común, de compartir el aire, incluso el llanto, la sabiduría lentamente adquirida, la palabra brotando por los poros, alentando el saber, el talento, en fin, la opción mayor que poseemos los mortales para acariciar la frontera de la eternidad.

Era una humanidad ágil y creativa, con unas ganas inmensas de penetrar en los confines donde se halla el final del arco iris y comienza la luz de la infinitud; sabía que, si penetraba en el recodo profundo del alma, hallaría aquellos pensamientos maravillosos que profetizan la sublimidad de Ser. 

Pero perdió el poder para intervenir en el destino, prefirió la incertidumbre, un presente rápido, sin creer en la magia del porvenir: se entregó a la cómoda estación de la modernidad y perdió el tren del tiempo. 

Lo lamentable es que los humanos creen que ganaron y no es cierto: perdieron, renunciaron a la recompensa de ser felices en la huella de una experiencia intelectual primaria, ingenua, que orientaba a la germinación de la idea de ser feliz. La humanidad es, ahora, el pretérito de las ilusiones y un depósito insensato de la basura de su propia desesperanza.