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Columnistas
El campo en la ciudad
No sé cómo será la movida agrícola, pero por lo que veo, parece que hasta los campesinos no alcanza a llegar la mermelada que se reparte en las altas esferas.
Martes, 28 de Junio de 2016

Por estar pendiente de la Selección Colombia en la Copa América,  y de los regalos y abrazos y piquitos en el Día del Padre, y por la celebración de la fundación de Cúcuta, y por estar chismoseando sobre en qué pararían los abrazos de los tres comandantes, Timo, Raúl y Juanpa, olvidé lo verdaderamente importante del mes de junio, la fiesta del campesino. 

Imperdonable olvido en alguien que viene del campo como yo, y más aún sabiendo que es del campo de donde  nos llegan a los urbanos la yuca y el café y la carne y  la leche y los huevitos. Los que se sacrifican de sol a sol por darnos lo de la tragadera.

El otro día, el gobierno les hacía fiesta a los habitantes del agro, que recibían, ese día, después de la misa y del sancocho, palas y machetes y azadones, y les arreglaban los caminos y les remendaban el alambre de las hamacas sobre los ríos. 

Ahora no sé cómo será la movida agrícola, pero por lo que veo, parece que hasta los campesinos no alcanza a llegar la mermelada que se reparte en las altas esferas.

En ocasiones, lo confieso sin rubor alguno, me entra la nostalgia del campo: coger café, ordeñar vacas, cazar guartinajas, moler caña. 

Cuando el escritor e historiador Guido Pérez vivía en el campo, me daba una envidia al visitarlo, verlo atareado cultivando sus orquídeas, de distintas clases y colores, y preparando su restaurante de pájaros para cuando los animalitos llegaran, todas las tardes, en busca de las frutas y del alpiste, que Guido les preparaba con un cariño inmenso y una satisfacción que se le notaba en la mirada y la sonrisa. Era hermoso ver turpiales, azulejos, gorriones, picoeplatas, palomitas y cucaracheros llegar a su restaurante, único en su género en el mundo entero (“restaurante para pájaros”) con la confianza de quien llega a su propia casa. Una vez llenos, y antes de partir a sus nidos, las avecillas les daban a Guido y a Irma y a sus hijas, una serenata de trinos y canciones que le ponían a uno los pelos de punta. Sin director de orquesta y sin partituras, los pajaritos daban los mejores conciertos de la vida.

En la ciudad, en cambio, debemos conformarnos con poco. Pero algo es algo. Don Pedro y doña Cecilia, un matrimonio vecino, tienen un gallo cantarín y una gallina ponedora. A falta de espacio en su casa, los sacan todos los días al andén, donde hay un pequeño jardín. Allí  los animales pastan todo el día, sin que se salgan a la calle y sin que mano alguna se haya atrevido a llevárselos. El gallo, elegante y de colores vistosos, se le manda a picotazos a quien se le acerque demasiado a su gallina. Ésta, a su vez, le guarda una fidelidad absoluta a su quiquiriquí, entra al garaje, pone el huevo y sale feliz, cacareando, a darle parte a su marido de la hazaña lograda. Yo los veo y me entusiasmo, no por el huevo puesto, sino por la vida de campo que estos animales llevan en la ciudad.

En algunas partes están optando por los cultivos hidropónicos, es decir, en agua, que se pueden tener en la casa. Dicen que serán los cultivos del futuro pues no requieren de tierra ni de grandes espacios. En unos baldes se pueden tener varias siembras, de tomate, lechuga, repollo y otras verduras. Falta ver si se pueden sembrar mangos, aguacates y naranjos.

Hace poco, mi mujer me dio un alegronazo del carajo.  Me dijo que tenía que ir a la granja. ¿A la granja? le pregunté yo. Sí, tengo que darles de comer a las vaquitas y recoger los huevos de la semana porque tengo varios pedidos. No le pregunté nada por aquello de que hombre prevenido vale por dos, pero varios interrogantes me asaltaron: ¿A qué horas mi mujer compró una granja, sin yo saberlo? ¿En qué negocios anda metida? ¿Y esa joda?

Finalmente me decidí: Lléveme a la granja, le dije. Yo soy del campo y tal vez pueda ayudar en algo. Mi mujer me miró despectivamente y con una sonrisa me dijo: Está bien. Sacó su celular y me mostró el juego que había descargado, llamado La Granja. Allí había cultivos de toda clase y crías de animales. Toda una empresa donde se compran y venden productos del campo. ¡Mi mujer, una empresaria, aunque de mentiras! Se me alborotó el alma de campechano y quise cogerla a picos, pero no lo hice porque hombre prevenido vale por muchos. 

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