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El grafitti o la nueva rebelión institucional
Para eso no hay que pedirle permiso a nadie, de la misma manera que nade pide permiso para un orgasmo.
Viernes, 3 de Febrero de 2017

En el año 2011 el  patrullero Wilmer Alarcón asesinó, de un disparo en la espalda, a un joven menor de edad que hacía un grafitti en un muro de Bogotá. El asesino está preso (luego de 5 largos y extenuantes años, con pruebas falsas, montajes, testigos comprados, etc.)  y la policía nacional, para evitar que esto se repita, no lleva a los patrulleros a cursos de derechos humanos y de buen trato con los civiles, sino que, en un acto infame de estupidez leguleya, prohíbe el grafitti. Es como la vieja historia del hombre que descubre a su esposa siéndole infiel sobre el mueble de la sala, y, para acabar de una vez por todas con la infidelidad de su mujer, decide vender el mueble.

El Nuevo Código Nacional  de Policía multa con 184 mil pesos al que descubra haciendo grafittis en las calles de la ciudad. Para eso hay “zonas especiales”, dice el director de Planeación Nacional de la Policía, el general Fabián Laurence Cárdenas. Y agrega: “acá de lo que se trata es de garantizar la libre expresión y para eso hay sitios que van hacer habilitados”

-No han entendido nada.

El grafitti es un arte popular  y  callejero, cuyo espíritu no está tanto en la pintada de la pared, como en el hecho de que sea clandestino. Pintar con un soplete, al filo de la madrugada, con los nervios a flor de piel, un grafitti ingenioso, es lo más parecido a un orgasmo.

Para eso no hay que pedirle permiso a nadie, de la misma manera que nade pide permiso para un orgasmo. Si los grafittis se tienen que elaborar con permiso de la policía y en “zonas especiales”, ya no es grafitti: han asesinado, por segunda vez, a ese joven de que hablé al comienzo.

La libertad de expresión no se puede desarrollar solo en “sitios habilitados”, como en los viejos tiempos de la represión militar en el cono sur. El arte del grafitti es ruptura, queja, aullido, contracultura urbana que se enfrenta contra  la oficialidad. Prohibirlo es prohibir la protesta. Prohibirlo es prohibir  el derecho que tiene todo artista de incendiar los espíritus, de despertar conciencias, de empujar al abismo al que esté pasmado por la dormidina de la televisión.

No se puede hacer grafittis en “zonas especiales” porque sería tan contradictorio como ser ministro de izquierda. No hay nada más dañino para una sociedad que sus rebeldes sean asimilados por el sistema. La vida del  grafitti está en las calles, se alimenta de las calles y de allí su rebelión. Lo  peor que le puede pasar al mundo es ver ahora a la policía haciendo grafittis contra los grafiteros.

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