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El velo de la dignidad

Nos agredieron al voltearnos los valores y abrir espacio a costumbres abominables e insanas.

Era mejor un país con sombra de abuelos, con los sedimentos añejos de cada siglo, que se sembraban como semilla gradual de los nuevos tiempos, con ciclos fundamentales que protegían la dignidad.

Nos robaron el silencio y la palabra bonita, la cambiaron por estigmas camuflados en la humillación de la tecnología, sin los dibujos de colores hechos a mano en las cartas, sin un aroma de nostalgia que venía dentro, sin el abrazo de los ancestros.

Nos agredieron al voltearnos los valores y abrir espacio a costumbres abominables e insanas; nos envolvieron en los laberintos de la codicia, con una invasión de gérmenes siniestros, de caracteres electrónicos, distintos al rumor de una sonrisa o al tierno gesto de cerrar un amor en torno a la esperanza con un tratado de besos. 

Las leyendas narran el orgullo de la gente, la hidalguía de cada ilusión de patria que se sentía en todas partes, o se presentía, en los pueblos lejanos y solos, en las ciudades creciendo, en los campos que eran como una lámpara de la vida natural brotando en cada paisaje.

La tela sutil del viejo e hidalgo telón de la vida se podía abrir y cerrar con mesura, con tiempo, con una intuición de poder ajustar los libretos entre los días, para abrigar el alma y dar consistencia a los sueños. Y había campanas que repicaban lento, o rápido, según el motivo, de las manos de un campanero ágil en colgarse de las cuerdas ligeras de su sonoro tañer.

Era mejor un país con horizontes lejanos, donde crecían espigas que atraían al viento y, de paso, él nos llevaba cobijados entre sus anhelos: había que construir los surcos y escuchar la ruta propuesta por los pájaros, con un amanecer en el bolsillo, para tatuarse en el corazón una punta de cada estrella que luce majestuosa en la siembra universal de la luz.

Domingo, 21 de Mayo de 2017
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