Los descubrimientos de nuevas galaxias y sistemas solares confirman la idea de que el planeta es diminuto, casi nada del universo, con un tiempo que no se asoma, siquiera, a la perpetuidad del cosmos, con los siglos contados hasta su próxima desaparición.
Cualquier día no habrá auroras (al menos acá) y no podremos tomar el café madrugador, regar las matas, mirar el silencio o soñar: se acabará la hermosa sensación de quietud que decora a la mañana antes del revoloteo de la gente.
La realidad de ser efímeros sólo nos deja dos alternativas: o tomar la vida como una sensación pasajera, o asumirla con la madurez suficiente como para creer que es el tránsito hacia dimensiones de eternidad.
La segunda es más coherente con la inteligencia, contiene hondura, nobleza y el esplendor maravilloso de aquella luz que inspira a la consciencia a ser más profunda, a ahondar en los misterios, a esmerarse por sacudir pronto la basura mortal. En ella caben los valores, el arte, la mística, la fe en dios (el de cada quien), la esperanza de hallar la consistencia necesaria para reconocer que somos escasos, ahora, pero seremos integrales en el armonioso conjunto donde el todo -holismo- es más que la suma de las partes.
Mientras tanto sólo somos un sueño mortal que dura, apenas, unos días sobre la tierra, luego se tiende y se oculta en ella para preparar su partida al más allá, a reintegrarse a la naturaleza. De manera que debemos aprovechar este premio anticipado de vivir unos años, añadir valencias espirituales a la existencia e inclinar la cabeza, emocionados, ante el destino.
Entonces podremos renacer en la luminosidad de los confines infinitos, porque no tendremos medida, ni tiempo, ni oscuridad: seremos, definitivamente, la confirmación de ese sueño que pasó por un cuerpo para comprobar que la humanidad era una miseria, pasajera, que había de conocerse.
