¿Será que la metáfora es la vía a la libertad? Creo que sí, porque abre nuestro entendimiento a la imaginación y nos acerca, generosamente, a unas aristas de pensamiento que antes parecían demasiado lejanas.
Si uno no le halla a la vida su cualidad de ser metáfora del tiempo, no se enamora de ella. Una metáfora es aquella figura literaria que permite generar dimensiones más allá de las estrechas posibilidades de la realidad.
De manera que, así, es más fácil enamorarse de la vida y, sobretodo, justificarla, para aprehender el futuro con una intuición bonita y, en especial, con la luz de tantos soles que brillan más allá del que comúnmente observamos.
(Y es, además, fácil, la metáfora: por ejemplo, al pensar en un helecho, donde los pájaros construyen un nido -como en el de mi balcón-, uno puede soñar en lo que ocurrirá, antes de que ello suceda, desde los huevos o, quizá, desde cada pajilla que transportan con todo el amor del mundo: ya hay un pájaro en la gestión del nido, un pájaro futuro que, aún, no es real, pero lo será).
Es la demostración de que la vida puede ser una metáfora, y desplegarse en una esplendorosa distorsión de los estados corrientes, para encontrar que existen opciones mágicas para ascender a los sueños y sentir que uno vale más que los propios sentidos.
En la metáfora se articulan lo formal y lo espiritual, porque yo llamo espiritual a todo lo que ocurre posterior a los actos normales, a los que uno aplica una especie de retuerzo que los hace desprender la sustancia que, sometida a los sentimientos, se vuelve inspiración y asoma a la belleza.
Allá uno puede jugar con el azar, así como los pájaros con sus nidos, activar la imaginación, intrigar en el tiempo, predecir, bendecir y abstraer, que es el fundamento de todo el proceso.
Es la libertad fluyendo de lo más sagrado que tenemos, el pensamiento, en el cual todo se moldea en términos distintos a los del sentido común, en una magistral y hermosa sensación de que los humanos podemos ser más que la pobre circunstancia física que aparentamos.
