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Las facultades extraordinarias

Volviendo a las facultades extraordinarias, no deben ser regla general en una democracia.

En general, no he sido amigo de las facultades legislativas extraordinarias  conferidas a los presidentes, ni de los enormes poderes puestos en su cabeza durante los estados de excepción.

De hecho, mi primera participación en la elaboración de un escrito ante los tribunales tuvo lugar en 1974, en el tercer año de Derecho, sin ser todavía ciudadano -motivo por el cual firmó mi profesor de Constitucional, Gustavo Zafra-, y era una impugnación presentada ante la Corte Suprema de Justicia contra el decreto declaratorio del estado de emergencia económica.  

La sentencia -claro-  fue inhibitoria, pues la tradicional jurisprudencia de la Corte Suprema -que años después, en 1992, modificamos desde la Corte Constitucional- predicaba la falta de competencia de los jueces constitucionales para conocer de fondo sobre el acto declaratorio de un estado excepcional, pues los magistrados de entonces sostenían que era un “acto de poder” del Presidente de la República, totalmente exento de cualquier forma de control jurídico.

Era una jurisprudencia resignada, totalmente contraria a la función que cumple en un Estado de Derecho el tribunal constitucional, y encajaba muy bien en la concepción política de los tiempos del Estado de Sitio, cuando la función legislativa y un poder desaforado permanecían durante años en cabeza del presidente de turno y sus ministros, y cuando, si por casualidad se levantaba el estado excepcional, no faltaba el editorialista que reclamara  su inmediato restablecimiento.

Volviendo a las facultades extraordinarias, no deben ser regla general en una democracia.

Por el contrario, han de concebirse y otorgarse con un carácter excepcional; puramente temporal; claramente delimitadas y de interpretación restrictiva. Se prestan para la ineficiencia del Congreso y para la claudicación en el ejercicio de sus atribuciones; para la concentración del poder, para los abusos, para la promulgación de normas no sometidas a la pública discusión e impuestas por la voluntad presidencial, y hasta para los “micos” de última hora. ¿Ejemplos actuales? Basta mirar hacia Venezuela y ver lo que ocurre con las famosas “leyes habilitantes”.

Por eso, la Constitución del 91, aunque conservó la figura, introdujo varias restricciones: además de insistir en la necesaria precisión de la materia objeto de los decretos leyes, estableció un máximo de seis meses, exigió iniciativa gubernamental –para evitar la excesiva generosidad de los congresistas-, las prohibió para expedir normas tributarias, códigos, leyes estatutarias, leyes orgánicas o leyes marco, y dio al Congreso plena atribución para modificar  o derogar,  mediante ley y por propia iniciativa, los decretos dictados.

Pero se está tramitando una reforma constitucional que contempla amplIsimas facultades extraordinarias en cabeza del Presidente de la República en materia de paz. Totalmente imprecisas, y prorrogables por decisión del mismo funcionario habilitado.

Somos amigos del proceso de paz, pero consideramos que se trata de un retroceso innecesario y altamente perjudicial  en términos democráticos.

Viernes, 20 de Noviembre de 2015
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