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Recordando a mi mamá
Mi mamá llegó a Las Mercedes huyéndole a la violencia partidista de las décadas del 30 y el 40.
Miércoles, 28 de Septiembre de 2016

Esta columna está hecha con una mezcla de dolor, de lágrimas y de recuerdos. Se fue mi mamá, y aunque me consuela saber que está en el cielo, descansando de los sufrimientos de la vida, la tristeza de hijo único es profunda y trato de acostumbrarme a vivir con los recuerdos.

Mi mamá llegó a Las Mercedes, junto con su familia, la de Cleto Ardila, huyéndole a la violencia partidista de las décadas del 30 y el 40 del siglo pasado. Mi papá, José Ángel Gómez, mi mamá, Desideria Ardila, y yo, de sólo dos meses, según dicen, viajamos con los Ardilas. Todos  nos establecimos en una misma casa, en el poblado, que era un rincón de paz en la selva, hasta donde no llegaban los matones de entonces.   

Lo primero que recuerdo de ella es su fe inquebrantable en Dios y en los santos. Todas las noches rezábamos el rosario, frente a la llamada tabla de los santos, donde mi mamá acumulaba una cantidad de imágenes y de estampitas y de cuadros religiosos, y un arrume de novenas.

Allí estaban no sólo los santos más conocidos, sino algunos de los cuales nunca más volví a saber en la vida: san Marcos de León, santa Eduviges, san Alejo, san Expedito, el Señor de la Buena Esperanza… Y para cada uno mi mamá tenía su novena. Una lamparita de aceite de tártago alumbraba noche y día aquel sencillo oratorio. El tártago lo cultivaba mi abuela en el solar y ella misma lo procesaba hasta convertirlo en aceite.

Cuando yo ya caminaba, me llevaba de la mano a la iglesia, todos los días a hacer la media hora de oración al Santísimo, porque ella era de la congregación de las adoradoras. Así crecí en medio de rezos y santos y novenas.

Otro gran recuerdo que tengo de mi mamá es su capacidad para el trabajo. Me contaba ella misma que, de niña, varias veces acompañó como ayudante de carga a su papá, mi abuelo Cleto Ardila, en los viajes que, como arriero, hacía desde Bucarasica y La Victoria hasta Ocaña.

Cuando en la casa se nos ponía muy apretada la situación, mi papá y mi mamá y yo, muy pequeño aún, nos íbamos a las haciendas grandes a coger café. Mi mamá, con la canasta cafetera a la cintura y con el hijo en un canasto de ojos a su lado, cogía el grano en el surco que le asignaran, con la misma destreza que los hombres. Si le tocaba sembrar yuca, sembraba yuca. Si le tocaba sembrar plátano, lo sembraba. Cualquier oficio de campo lo hacía, pero siempre con su hijo al lado.

Ya lo escribí alguna vez, pero ahora lo repito. Mi mamá fue mi primera maestra. Con ella aprendí a leer y a escribir. De manera que cuando entré a la escuela, yo ya era un niño adelantado, que sabía leer de corrido, ante el asombro de mis compañeritos.

Digo que mi mamá fue la causante de mi afición por la literatura y la poesía porque cuando yo, gracias a una beca, me fui a estudiar a la ciudad, ella me enviaba al internado recortes de periódicos con poemas, que después, en vacaciones, yo se los declamaba. El primer libro de poesía que tuve, me lo regaló mi mamá: un libro viejito con poemas de Julio Flórez. Nunca supe cómo lo consiguió.

Se fue mi mamá, después de 95 años. Me quedaron su vieja máquina de coser, de manivela; una plancha de carbón y un baúl con sus cositas y papeles. Pero sobre todo, me dejó para siempre su gran amor y sus enseñanzas. Se la llevó la Virgen de Las Mercedes, el día de su fiesta, 24 de septiembre. La de las Mercedes y la Virgen del Carmen fueron sus dos grandes devociones en la vida. Y su hijo, su único hijo, yo. ¿Comprenden ahora mi dolor?

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