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Es el escenario armonioso de un conjunto de planos subjetivos que conforman el teatro individual.
Domingo, 13 de Noviembre de 2016

En un mundo tan pequeño, como el mío –o como el suyo-, se pueden gestar las grandes historias de la bondad de la vida, si el alma destella cristalina en los ojos y se aísla un poco, al menos en el encanto de la madrugada, de la miseria humana.

Los sueños pasean por ese territorio mínimo, alinderado por cada rumor de melancolía que surge del silencio, canta a la aurora y baja, sigilosamente, para amarrarnos a la nostalgia buena. Es como un encuentro secreto, en el cual aprendemos a tejer los pensamientos que se anudan en esa bonita sensación de esperanza que es la intimidad ingenua; cuando escuchamos los silencios espirituales, hallamos un derrotero a la cita diaria con el destino y, así, generamos la hidalguía necesaria para ser dignos y, por supuesto, libres.

Es el escenario armonioso de un conjunto de planos subjetivos que conforman el teatro individual, para vislumbrar la naturaleza interior que convoca a la añoranza que nos hace inmunes a las esquirlas del vacío que merodea la historia personal.

Para ser feliz basta esperar que llegue una aurora, la piel de un nuevo horizonte, alargar la mirada y escuchar la música apropiada para percibir el eco del arco iris que va a vibrar en las aristas del corazón, que permite deslizar motivos benevolentes, quitar la bruma a los ideales y abrazarse al destino para renacer.

Todo se articula: el aroma que se desprende del café, la luz naciente de la mañana, el canto de los pájaros y las nubes que se corren ligero para abrir el día. Aprendemos, entonces, que ese es un momento único en que podemos ser sabios, en ese ambiente tan elocuente de ternura, como el mío- o como el suyo-, en que cantan las florecitas alegres, las gotas de agua colgando de las matas, que atraen el viento con una delicia que se trasmite desde las hojas mojadas, con palabras arropadas de sigilo y un color de resplandeciente verde que emociona: así como caer en un rosal, o como sentir el amor de los colibríes con las flores en esa aleteada, e incontenible, apetencia de polen que los subyuga.

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