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Tiempo de ladrones
La claridad del nuevo día se asomaba tímidamente y en el árbol vecino ya los pájaros cantaban.
Miércoles, 26 de Julio de 2017

De pronto gritó mi mujer  desde el patio “¡Ladrones en la casa!”. Apenas estaba amaneciendo. La claridad del nuevo día se asomaba tímidamente y en el árbol vecino ya los pájaros cantaban. 

Me desencamé con rapidez, como corresponde al hombre fuerte de la casa, y salí a ver qué sucedía. Sin armas, que no las tenemos, y con precaución, que nos sobra.

Tuve tiempo de recordar, como en una película, varios casos de ladrones, que me han tocado de cerca. No me refiero a políticos, sino a ladrones de cuello sucio.

Una vez fue en Las Mercedes. Se había corrido la alarma de que se estaban perdiendo las gallinas, lo que, coincidencialmente, sucedía los sábados en la noche, cuando una pandilla de vagos hacía rochela por las calles y terminaban a la madrugada con suculentos sancochos. Una noche revolotearon las gallinas en el totumo de la casa, que servía de gallinero. Tomó mi papá la escopeta y corrió al solar. Mi mamá y yo corrimos detrás. Unos ojos brillaban en la oscuridad. Mi papá apuntó, disparó y un pesado cuerpo cayó debajo del totumo. Era un zorrillo, ladrón de gallinas, igual que los vagos de la pandilla.

En Bogotá, un cura y una monja llegaron a una vieja casona de Fontibón. Iban cambiando biblias por un poco de mercado para los pobres. La muchacha les abrió para darles tres panelas y unas manotadas de fríjoles. Los religiosos, que no eran tales, sino guerrilleros disfrazados, la amarraron y procedieron a llevarse una colección de armas que tenía el dueño de casa, un militar retirado. Yo estudiaba Derecho, y el caso lo analizamos en el consultorio jurídico.

Hace ya algunos años, cargué con la mujer y los hijos al parque recreacional, a correr, jugar, hacer ejercicio, sudar. Le dijimos a la empleada que llegaríamos tarde. Cuando regresamos, hambrientos, pero felices, encontramos a la muchacha llorando y la sala vacía. Los ladrones llegaron, ella les abrió, la amenazaron y se llevaron lo que pudieron: televisor, equipo de sonido, un cofrecito de joyas de oro golfi, relojes y unas camisas. Nos dejaron en la carramplana.  

Mi mujer, maliciosa, no creyó el cuento de la empleada y se fue a donde una señora de Atalaya, que lee cartas, echa la suerte y adivina cosas. 

Dijo que la empleada era parte de la banda de ladrones. Pero no pudimos probarle nada.

Estos casos se me vinieron a la cabeza cuando escuché, la semana pasada, el grito: “Ladrones en la casa”. Pensé en los venecos que están llegando por montones y que de algo tienen que vivir. Pensé en los recientemente reinsertados de la guerrilla, que salen de sus campamentos, hacen sus trabajitos en la ciudad y vuelven a sus viviendas a esperar el pago que les  da el gobierno. Pensé en nuestros ´ratas´ criollos, que viven y roban a sus anchas porque la policía los agarra, pero los jueces los sueltan a las dos horas.

-¿Qué pasó? ¿Dónde están los ladrones? –pregunté fuerte, con voz de hombre, para infundir respeto y miedo.  

Pero mi mujer no estaba asustada, ni lloraba, ni pataleaba. 

-Son ladrones buenos –dijo-. Pajaritos que vienen a robarse las pajas de mis helechos para hacer sus nidos. 

Es que estamos en tiempo de ladrones, pensé yo, mirando cómo varios picoeplatas cargaban ramitas secas de los helechos de la casa.

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