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Una tragedia en la casa

Todo lo hacen en silencio, para no despertar a los que duermen.

Sucedió un día de puente. La mañana estaba opaca y amenazaba lluvia, de modo que lo mejor era perecear otro rato en la cama. Se trataba de un lunes festivo, sin preocupaciones laborales a la vista, por lo que podíamos seguir durmiendo hasta tarde. Todo parecía indicar que el universo estaba confabulado para otorgarnos unas horas más de descanso: frío, silencio, quietud, adormilamiento. Y las ganas que no faltan.   

Pero escrito está, que no es uno sino el de arriba el que determina cómo se presentará el destino de cada día. Todos dormíamos, menos mi mujer. Las esposas tienen el vicio de levantarse temprano, aunque no tengan nada que hacer. Ellas se inventan cualquier cosa: regar las matas, bajar las cortinas, descongelar la nevera, limpiar la estufa, zurcir medias…

Todo lo hacen en silencio, para no despertar a los que duermen, incluso le bajan el tono al celular, descuelgan el teléfono fijo y desconectan el timbre de la puerta para no escuchar a los Testigos de Jehová, que no fallan domingos y festivos en la mañana.

Sin embargo, ese lunes sucedió lo imprevisto. Los gritos espeluznantes de mi mujer en la cocina nos sacaron corriendo de la cama, pensando lo peor: una fuga de gas, un corto circuito, una llave de agua descabezada… Cualquier cosa podía suceder.

El peligro de un incendio o de una inundación están latentes en toda cocina. Y si es la mujer la que grita, es que el peligro es inminente.

Cobijas al piso, descalzos y acomodándonos los calzoncillos, llegamos mis hijos y yo a la cocina. Lo que vimos fue atortolante: Mi mujer yacía desmayada en el piso, con los ojos en blanco y el índice señalando hacia la estufa. La hija mayor corrió a cerrar el paso del gas de la bombona a la estufa. El hijo del medio  levantó con fuerza a la mamá, el hijo menor corría asustado, y yo trataba de acomodarme para darle a mi esposa respiración boca a boca, tal como lo había aprendido en el remoto colegio.

Había aprendido en clases de Primeros auxilios, que a los desmayados se les debe dar a oler alcohol y ayudarles con la respiración para que vuelvan en sí, mientras se les lleva a una clínica o a un puesto de salud. “Llamen una ambulancia”, ordené yo, y en ese momento la enferma comenzó a abrir los ojos y a normalizar la respiración.
   
Dimos gracias a Dios, el susto pasó y la emergencia parecía llegar a su fin. No hubo necesidad de llamar ambulancia. Todos esperábamos que recuperara el habla, para saber qué había pasado, qué había motivado el grito escalofriante y la pérdida temporal del conocimiento.
   
En Las Mercedes –recordé yo- hubo gente que caía desmayada porque veían un espanto, un esqueleto o a la Llorona. Pero eso sucedía de noche. Los espantos le temen al día. Y en este caso, la mañana estaba opaca, era cierto, pero no tan oscura como para dar paso a los espíritus de ultratumba. Entonces ¿qué pasó? Esa era nuestra inquietud.
   
Cuando se recobró por entero, y después de un vaso de agua, mi mujer nos confió su temible secreto: Yo lo vi, nos dijo con voz aún temblorosa. Yo lo vi.

-¿Qué vio usted? –le preguntamos al unísono.

-Un ratón.

Y por poco se vuelve a desmayar. Entonces vino lo peor: mis hijos, todos fuertes, animosos, sin miedo ni a la muerte, corrieron despavoridos hacia sus respectivas habitaciones. No fue a paso largo. No fue a trote. Fue a carrera desbocada. Le di, entonces, gracias al Todopoderoso, por haberme hecho tan fuerte. Y mirando de reojo hacia la estufa, elevé mi acción de gracias, mientras calculaba la distancia entre la cocina y mi cama.

Martes, 20 de Junio de 2017
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