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Una segunda oportunidad

Desde luego, las secuelas de una guerra fratricida de seis décadas no se superan en unos cuantos meses.

Es un llamado dramático, que muy probablemente no encontrará el eco que merece, pero el presidente Juan Manuel Santos tenía que hacerlo.

Con una sociedad radicalmente partida en dos, con tantos y tan profundos odios desplegados desde la cima de liderazgos efímeros motivados por el egoísmo, la invitación a superar la polarización pudo haber caído en terrenos teóricamente estériles.

Desde luego, las secuelas de una guerra fratricida de seis décadas, de raíces que se pierden en la historia, con episodios interminables de violencia extrema, no se superan en unos cuantos meses, y menos si no existe la voluntad general para desarmar los espíritus y amansar los personalismos.

La preocupación presidencial por reconciliar a Colombia es legítima, porque, así como la guerra es la política por otros medios, lo que estamos viendo es que la guerra continúa por medios políticos traducidos en mensajes difamatorios, odiosos, calumniosos, descalificadores, delictivos, a través de los más avanzados medios de comunicación masiva.

Son batallas irracionales, infames, obscenas, con propósitos que solamente se entienden en términos de mantener como sea viva la matanza, para alimentar con cadáveres, dolor y sangre los egos insaciables de quienes fueron y ya no son, de quienes no pudieron lograr lo que hoy rechazan, almas enfermas de envidias, ahítas de rencor y de venganza.

Interpretamos la ansiedad de la inmensa mayoría de colombianos que ya no creen ni en armas ni en guerras ni en confrontaciones salidas de tono. Y a nombre de esas multitudes preguntamos qué hace falta para que las dejen vivir en paz, y la respuesta es siempre la misma: desactivar el mecanismo de reloj de la bomba del egoísmo ultramontano de unos pocos, muy pocos poderosos.

No pueden ellos, movidos por el espíritu de vendettas de callejón, continuar decidiendo hasta la manera de morir de todos. Ningún colombiano sensato quiere morir en una guerra, ¿por qué es tan difícil de entender para los pregoneros del poder del plomo y de la dinamita? Porque en eso se han convertido: agoreros de desastres que no pueden ocurrir de nuevo…

Ellos escucharon estas palabras, de un profeta angustiado que tampoco les agrada, no es de sus simpatías, pero a quien el mundo reconoce entre los grandes.

Dejamos aquí las palabras de García Márquez, como parte de la plegaria de Colombia para que le permitan vivir en paz.

‘Un día como el de hoy, mi maestro William Faulkner dijo en este lugar: “Me niego a admitir el fin del hombre”. No me sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de que por primera vez desde los orígenes de la humanidad, el desastre colosal que él se negaba a admitir hace 32 años es ahora nada más que una simple posibilidad científica. Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra’.

Sábado, 22 de Julio de 2017
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