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El mundial que ganamos en la tribuna

Los hinchas colombianos acompañaron a la Selección en cada partido del Mundial como ‘local’. 

Al final del partido, había revancha en esa celebración de los ingleses, hecha con metros cúbicos de cerveza americana.

Ajenos al cordón militar compuesto con centenares de soldados que dejó como única opción el camino a la vecina estación del metro, ellos, los ingleses, se quedaron a vivir un buen rato en la tribuna opuesta a la del arco elegido para los fatídicos cobros desde los doce pasos.

Ahí, entre cánticos, abrazos y más cerveza, se sacaron el clavo inmenso que el desarrollo del partido les había ido tallando hasta sumirlos casi en el silencio.

Y es que el partido de arriba, el de las tribunas, se jugó a los mismos ritmos del de abajo, el de la cancha. Así, la marea amarilla pasó pronto del entusiasmo inicial casi que al mutismo, a la par que Kane y su corte se hacían dueños del primer tiempo.

Entonces, las manchas vestidas de blanco sobre ese inmenso fondo amarillo, se hicieron sentir. Casi todos los seguidores del Reino Unido habían llegado a última hora para dejar constancia de su presencia en el Mundial. Parecían amos y señores del estadio. Y, de hecho, lo fueron en esos primeros 45 minutos.

Pero otro cantar sobrevino en el segundo tiempo cuando Pékerman mandó a los suyos al abordaje. Entonces, Colombia revivió en el césped y, sobre todo, en cada rincón del Spartak Stadium. Y la misma presión que sentían los campeones mundiales del 66, la padecían sus seguidores.

La balanza del aliento sumó y sumó del lado nuestro ("y ya lo ven, y ya lo ven, somos locales otra vez") hasta convertirse en la única voz del Spartak, para rematar en el agónico gol de Yerry Mina, ese 9 que, aparte, sale a la cancha y juega como marcador central.

Entonces, ahí sí, con o sin cervezas en la cabeza, los ingleses se taparon, para no decir que se escondieron. Lo sentían perdido en esos 30 minutos adicionales. Y cuando Falcao estuvo a punto de meter ese cabezazo definitorio que se marchó afuera sin otra explicación que la suerte para los del Reino, muchos alcanzaron a creer que era todo.

Tampoco reaccionaron antes de los cobros. Y peor se pusieron cuando Ospina voló para sacar a un costado el tercer tiro de la serie. Apenas, y sin exageraciones, se oyó que despertaban una vez Mateus Uribe la estrelló en el palo.

Eso sí, el desperdicio de Bacca los puso al borde de la erupción, que se dejó venir con toda su fuerza tras la ejecución que los ponía en cuartos y sellaba el destino de Colombia.

Pero por encima de la eliminación, la marea amarilla ganaba otro partido. Como lo hizo ante Polonia en Kazán y tal cual sucedió en Samara frente a Senegal.

"Vinimos a Rusia a alentar y cumplimos", dijo Juan Pablo, un bogotano, en la noche del martes, con el fondo de la celebración inglesa. "Como cumplieron ellos, los jugadores y el cuerpo técnico. Estamos orgullosos de todos", complementó.

Y,  aparte, el equipo nacional y su hinchada se ganaron tanto respeto como cariño. El martes, por ejemplo, al lado de miles con  camiseta amarilla, había gentes de todos lados en declarada parcialidad por Falcao, Ospina, Mina y los demás.

"Son el mejor equipo del Mundial", dijo en la tribuna un ciudadano israelí que no paró de gritar, como lo hicieron otros tres paisanos suyos, todo lo que decían sus vecinos. Y que incluso tomó la iniciativa de corear "¡Ospina, Ospina!”, antes de los disparos definitorios.

Portugueses, serbios y, sobre todo, rusos se pusieron la camiseta y gritaron sin parar. Al final, debieron cambiar su papel para venir a dar un abrazo de consuelo a centenares de hinchas que se sumieron en el llanto.

Sabían cuánto dolía, lo vivían como propio y entendían que con esta eliminación se iba un equipo que se había dado a querer. Y con él, esa hinchada, la más alegre y contagiosa del mundial, la marea amarilla, a la que también van a extrañar.

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Colprensa
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Miércoles, 4 de Julio de 2018
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