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Francisco, ese joven de 80 años que contagia alegría

El papa vive cada momento con una naturalidad que no deja de sorprender.

La historia dirá que eran las 8 y 27 minutos de la mañana del jueves 7 de septiembre de 2017 cuando el Papa Francisco se tiró a la calle para hacer suya a Bogotá. Lo hizo, tal cual ciudadano de clase media, en un Chevrolet Sail hatchback, que bien hubiera podido pasar inadvertido si hubiese sido un día normal de trancón, de no ser por la caravana acompañante y las motos policiales que lo flanqueaban.

Aquel venerable señor de 80 años y a punto de los 81 (cumple el 17 de diciembre próximo), con cara de tener muchos menos, mostraba una vez más los alcances de su vitalidad. De hecho, llevaba encima el jet lag de un viaje hecho desde Roma menos de 24 horas antes y por demás largo, culpa del huracán Irma. Pero eso mismo no se le notaba por parte alguna.

Acomodado en la parte de atrás del vehículo, con el cardenal Rubén Salazar como acompañante, Francisco, como le gusta que le llamen, saludó primero a un par de madres y sus hijos - uno de ellos con síndrome de Down -, en la puerta misma de la Nunciatura.

Ya camino a la Plaza de Bolívar, comenzó a agitar su primera tanda de saludos del día con el brazo derecho y por fuera de la ventanilla del carro. Una decisión como para despertar la preocupación de cualquier equipo de seguridad en el mundo, menos el del Vaticano, que sabe bien que el actual obispo de Roma, Jorge Mario Bergoglio, tiene una particular definición de los límites de exponerse y de eso que los demás, menos él, llaman protocolo.

Los colombianos ya parecen estar enterados de ese carácter informal. Porque en estas primeras 24 horas abundan las ocasiones en que la gente ha roto esas barreras. Y no ha pasado solo una vez. Por ejemplo, en esta misma mañana de su primer día de actividades de la visita papal, un hombre anónimo se interpuso en su camino para postrarse de rodillas y pedirle la bendición, en plena alfombra roja del Patio de Armas del Palacio de Nariño, cuando el Papa caminaba junto al presidente Juan Manuel Santos y su esposa María Clemencia. Casi enseguida, decenas de niños desobedecieron las indicaciones de mantenerse en los lugares que le había asignado la organización de Palacio, para estrecharlo en un abrazo gigante que él respondió con evidente cariño.

Al rato, cuando el Papamóvil daba la vuelta a la plaza de Bolívar, poblada de jóvenes, una monja no resistió quedarse junto a otras hermanas de su congregación y corrió para asirse a los brazos del sumo pontífice, poniendo incluso en riesgo su integridad, por cuanto el vehículo estaba en marcha. El Papa golpeó la estructura metálica del papamóvil y alertó al conductor para que se detuviera, para responder al esfuerzo de la religiosa con un prolongado gesto de cariño.

Es en esa misma tónica, la de no amarrarse a libreto alguno, que Francisco vive cada momento con una naturalidad que no deja de sorprender. En algún instante, casi frente a las puertas de la Catedral Primada, platicó más bien serio con alguien del círculo más estrecho de sus colaboradores. Pareció vehemente, quizás en la necesidad de tener en cuenta algún asunto que había quedado suelto.

Unos pasos después, el mismo jerarca que se había mostrado enérgico bromeó con el cardenal Salazar y otros prelados que lo aguardaban. Hubo risas francas y réplica de apuntes de algunos de los presentes que sacaron nuevas carcajadas.

Ya frente a la imagen de la Virgen de Chiquinquirá, esa vieja cita que por fin él pudo cumplir, el recogimiento de Francisco alcanzó toda su dimensión, hasta el punto de ver cómo sus ojos se humedecían fruto de la emoción. Ahí, con la cabeza gacha y sumido en un silencio que tuvo eco en todos los rincones del templo, oró durante largos minutos, bajo la mirada atenta del padre Mauricio Rueda, ese sacerdote colombiano de confianza que le sigue como sombra, tanto en el Vaticano como en cada uno de los viajes que emprende.

Mientras salía de la edificación que ha visto pasar la historia nacional desde la esquina de la once con la vieja Calle de la Carrera, como se llamó en antaño la famosa Séptima, el Papa bendijo, una tras una, a varias personas en condición de discapacidad. Así lo había hecho el día anterior, recién desembarcó en Eldorado. Y todo indica que así lo va a seguir haciendo en los días que estará en el país.

Está visto que ellos - los disminuidos, los excluidos, los enfermos - tanto como los niños y los jóvenes, más todas aquellas personas que a simple vista se muestran en dificultades o en condición de abandono, sacan lo más sensible de él. Y la respuesta que encuentra no es menor. Por eso, ante los miles de muchachos concentrados en la Plaza de Bolívar, se le notaba que estaba en la salsa de su alegría, mientras leía el discurso preparado para ellos en ese balcón del Palacio Arzobispal que concentraba todas las miradas. Sus menciones al "refajo" o a una final "entre el Atlético Nacional y el América de Cali" cayeron bien y muy cerca del alma de una concurrencia juvenil, que respondió en el mismo tono, entre salvas de aplausos y sonrisas.

“Yo pensé que era más joven, creía que tenía por ahí unos 72 años. Me aterran su energía y su vitalidad para darnos ese mensaje tan sentido a nosotros, los jóvenes”, dijo Jacqueline Hernández, presa de emoción.

Eran las 11:05 de la mañana cuando el Papa apuró el primer vaso de agua de una mañana sin pausa. Por si faltara otra prueba de su fortaleza física. La otra, la de su cabeza, la intelectual, se dejó ver enseguida cuando reunido ante la plana mayor de la iglesia colombiana y de la región, hizo recomendaciones que sonaron a exigencias, siempre con ese tono paternal que acostumbra.

Apenas pasó el mediodía, pudo sentarse por fin. Lo hizo para posar en una fotografía recordatoria, al lado de los obispos. Sobrevino en ese momento un nuevo episodio de papamóvil con un septimazo hecho de muchedumbres, en el cual pudo saludar de lejos a los jesuitas de su comunidad, apostados a las puertas de la Universidad Javeriana.

El almuerzo en la nunciatura apostólica, de ajiaco santafereño y salpicón de frutas, entre otros, fue otro encuentro con la cultura de un país que no le resulta ajeno. Después, vino su siesta infaltable y esta vez más necesaria que nunca.

Ya en la tarde, en medio de 1’360.000 amigos (quizás, más), Francisco pareció estrechar las manos de cada uno de ellos, en esa vuelta triunfal que dio al pulmón más grande de la capital de la República, el Parque Simón Bolívar. Allí, tras proceder a descender por la escalerilla del papamóvil, sin ayuda de nadie, ejerció como lazarillo de una decena de invidentes, con esa ostensible cojera que trata de disimular.

“Me pareció que estaba muy lindo y muy bien conservado. Está lleno de vida y eso se lo debe a la presencia de Dios en su vida”, fue la reacción de Víctor González, uno de tantos feligreses que llegaron de todas partes del país y de países vecinos.

Comenzaba así, sobre las cuatro y media, esa misa multitudinaria en que el silencio y la atención fueron denominadores comunes. Era el segundo tiempo de un día en que Francisco, el joven de 80 años nacido en Buenos Aires e hincha de San Lorenzo de Almagro (ondearon camisetas y banderines de ese club en su honor), dio muchas lecciones.

Unas de humanidad y de humildad. Otras, de vitalidad, aquella con que ejerce ese liderazgo que ahora atestiguan millones de colombianos que lo siguieron, en vivo y por la televisión. Y que, sobre las cinco y cuarto de la tarde lo escucharon decir que hay que trabajar “en la defensa y en el cuidado de la vida humana”. Con la misma voz firme del joven de 80 años que enseñó así, con el ejemplo, "a no rendirse y a ser valientes".

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Colprensa
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Jueves, 7 de Septiembre de 2017
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