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Acuarela del camino
Cuánto valor adquieren los últimos años de la vida, porque pueden ser los primeros de una jornada nueva, más corta pero valiosa.
Domingo, 24 de Junio de 2018

El destino, con la edad, nos mira cariñoso, como recogiendo las velas, para reposar en nuestros sueños, reunirlos y arrullarlos en una especie de marea que reconforta y alaba el silencio del horizonte que se alarga e invita al recuerdo.

Los pasos se vuelven fantasía y se siembran en la huella que van dejando, como queriendo esperar la línea del camino que deberán recorrer para otorgar sentido a su porvenir. 

Son como una tarde crepuscular, nutrida de la sabia lentitud que dan las voces de la experiencia, que se decora con el tiempo bonito que habita la memoria y penetra en el sentimiento para darle sentido a lo que resta.  

Cuánto valor adquieren los últimos años de la vida, porque pueden ser los primeros de una jornada nueva, más corta pero valiosa, como si los días comenzaran a ser contados, otra vez, con una cronología de esperanza.

Y nos reta, además, a pensar en el remanso, a acoger las lecciones universales de la naturaleza y a sentir, a la vez con pesar y emoción, que disfrutar la vida era distinto, menos acelerado, era atisbar un modelo sereno de luz, hallar una gruta donde se refugiaran los reflejos de la tarde a esperar la música celeste y a adivinar la armonía entre los cuencos de las estrellas.

Lo importante es dignificarlos, hacerlos valer, encaminarlos al rumor de libertad que brota de los pájaros que despiertan después de anidar en la sangre, atados a la orilla, como un bote prendido a un puerto, a contraflujo de la sabiduría.

La idea es convocar a los duendes protectores, a la nostalgia, a golpe del timbal mayor de una ilusión, también nueva, esa que recupera los pasos cantados de la primavera y los vuelve acuarela íntima. 

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