La existencia la concibo como una necesidad histórica, constante y milenaria, de entrelazar eslabones de los mejores instantes del espíritu, de los actos sublimes que recrean la ilusión del destino de haber podido sembrar, en los siglos, una plegaria por la dignidad de la raza humana.

La confianza en la propia razón y el tacto espiritual que uno logre desarrollar, avalan la fuerza de esa expresión del alma. 

Son símbolos de una filosofía personal que corresponde al convencimiento de que, la vida, es una concesión de Dios para depurar el arte de evolucionar.

Y al mencionar el arte, sugiero una misión de ascenso por las escalas del pensamiento, a partir de las raíces mortales, hasta comprender la perfección del orden natural  que asoma al ser a lo absoluto.

¿Cuál es el sentido de mi presencia en el mundo? 

Cada quien podrá responder a esta pregunta desde su madurez, con el prestigio de su idoneidad en juego, en un ejercicio combinado de lógica, fantasía y ética, porque, de otra forma, no podrá atisbar su buen fin.

El tiempo fluye con el porvenir de la mano, regulando esa  mezcla de lógica, fantasía y ética porque, sin la una ni las otras, no podremos construir la verdad personal, auténtica y autónoma, trascendental y creativa, en una disposición intelectual que otorgue valor supremo a la espiritualidad, hondura a la certeza íntima y resolución a la dualidad fe y racionalidad.

Es la rúbrica divina a una cualificación del ser humano como la primordial justificación del universo, con la misión de honrar lo infinito, con un sentimiento estelar sobre las ondas rumorosas del miedo.