Las madres buenas poseen una sombra distinta, sesgada en pedacitos para donarla a sus hijos, fiel a su misión de protegerlos, con una versión espiritual de la bondad inscrita en la ruta del amor, vigilando su camino.
En ellas, el sacrificio es sagrado, como en Blanca, quien deslizó cada minuto de su vida hacia una generosidad absoluta, negándose –incluso- a las cosas sociales comunes y aceptadas, como las amigas, la moda y aquello que pudiera distraerla de su noble propósito.
Admirable con su ejemplo de mamá tenía todo en orden, la casa, la disciplina, el modelo de motivación sublime, de ese de antes, que enseñaba los valores y los principios como un cuento infantil.
(No hubo arepas como las de ella, ni hayacas en la enorme olla, ni matas, ni un árbol de higo mejor cuidados: hizo de las labores un escenario doméstico cariñoso).
Por eso, los fragmentos de su sombra tejen en el alma de sus hijos los hilos del recuerdo bonito y demuestran que la historia se siembra, como ella lo hizo, con raíces de ternura en el corazón.
Al lado de Roberto, durante 67 años de casados, construyeron juntos una familia orgullosa del compromiso cristiano, sostenido en la oración y en su vocación de padres, colgado siempre de un sueño.
La nostalgia por la abuela será como un sonido silencioso que cubrirá su vacío con el eco de la música que, aún lejana, la asomará como un ángel a revisar que todo vaya bien.
(Un cortado y una flor para ella).
