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Catarros, cursos y caídas

Era mejor morirse de catarros, cursos o caídas que humillarse ante la modernidad. 

Los viejos de antes explicaban que la gente se moría por las tres ces, en una especie de refrán que ellos mismos se gozaban, en el intento de hacer la existencia sencilla, casi obvia, con etapas definidas entre la vida y la muerte, sin tanta apatusquería. 

Lástima que se perdieran sus sabias enseñanzas, porque era mejor morirse de catarros, cursos o caídas que humillarse ante la modernidad. 

Los catarros eran producidos por los vientos sin rumbo, o por la tierra encantada que volaba presurosa, con repercusiones que se daban a golpes de toz o de mocos, porque los cucuteños eran dados a andar por ahí, sin las prevenciones odiosas de protegerse: no eran ni virus, ni endemias, sólo catarros, que se trataban de curar con aguamiel caliente y el bondadoso cariño de las nonas.

Los cursos, por supuesto, provenían de los excesos, del descuido en el comportamiento cotidiano; no había tanta ciencia y, de hecho, en las casas se preparaban recetas domésticas para contener las severas tormentas estomacales que, si no se aplacaban, terminaban en mortal deshidratación. 

Ahora se llaman diarreas que se detectan con resonancias y magnetismos y, no, con la cantaleta burlona.

Y las caídas, en cualquier instante, cuando algunos de los viejos socos, incluido yo, cometemos imprudencias ante los obstáculos, o no nos fijamos y, si lo hacemos, no tenemos tiempo de ejecutar acciones motrices adecuadas. 

Las pequeñas, las curaban las abuelas con curitas o emplastos que lo hacían sentir a uno seguro. 

(La palabra soco es interesante y se puede interpretar como viejo toche o viejo bobo, en fin: alguna vez, peatón en un semáforo me la mentaron: “quite de ahí, viejo soco”). 

¡Qué nostalgia del pasado!

Lunes, 9 de Abril de 2018
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