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De las malas palabras

Dicen algunos estudiosos de los textos antiguos, que fue en Babel donde aparecieron los idiomas.

Desde que el mundo es mundo, es decir, desde que las enjalmas hablaban, las palabras se dividieron en malas y buenas. En el paraíso terrenal, por ejemplo, las palabras buenas serían Dios, ángel, edén, en tanto que serían malas aquellas como  empelotos, viejota, almendra, mamasota.

Cuando el embrollo aquel de la torre de Babel, el asunto se complicó porque  al ver los hombres que no podían entenderse los unos a los otros, se llenaron de rabia y aparecieron los madrazos y los carajazos y los vergajazos. Es decir, aparecieron las palabrotas, cuyo uso fue creciendo como crecen las sombras cuando el sol declina. 

Dicen algunos estudiosos de los textos antiguos, que fue en Babel donde aparecieron los idiomas, pues los hombres se fueron agrupando según las jeringonzas y las miercolanzas que hablaban y así buscaron nuevas trochas y nuevos caminos, y levantaron nuevas villas y nuevas aldeas. Se formaron de esta manera los pueblos con sus respectivos idiomas y dialectos, algunos enredados como el alemán, el chino, el ruso y el pastuso. Y otros menos enredados como el español, el italiano, el veneco y el güicho. Cada idioma con su sonsonete repelentón y sus buenas y sus mala palabras.

Recuerdo muy bien el día de mi primera confesión: “Me acuso, padre, que yo digo malas palabras”. “Ajá –tronó el cura dentro del confesionario- ¿cuáles palabras?” “Ajo, toche y pingo”. “No las vuelva a pronunciar. Acuérdese que por la boca muere el pez. Rece tres avemarías y arrepiéntase. Ego te absolvo…”  Y no las volví a pronunciar hasta cuando estuve más grandecito, pero entonces ya le había agregado otras de más grueso calibre.

De más grueso calibre, pero no tanto como las que ahora pronuncian los muchachos. Es increíble lo que ahora uno escucha de la gente joven, en la calle, en colegios, en universidades y en el kínder y en el seno de muchos hogares.

Que me perdonen mis lectores y sus castos oídos, pero repetiré tal cual algunas de las palabrotas que hoy son del uso común, del lenguaje diario, del buen hablar… sobre todo, repito, de la gente joven.

Sucedió el 1 de enero de 2018. Al medio día. Se encontraron dos amigas, muchachitas de quince y dieciséis años, digo yo, que fui testigo presencial, cerca de mi casa. De una acera a la otra, gritó la una: “Hola, marica, feliz año”. La otra le contestó: “Quihubo, gonorrea. ¿Qué hizo anoche?” “Con los cuchos en la casa y con la malparidez encima”, le respondió la otra. “¿Y esa joda? ¿No vino su mancito?”  “No. Yo creo que estaba con esa perra veneca que ahora se consiguió”. “¡No jodás! Mucho remalparido”.

Yo cerré la puerta, estupefacto, lleno de rabia contra los papás que les permiten ese lenguaje a sus hijos e hijas, y con los maestros de ahora que tienen mucha culpa en la desformación de sus alumnos. Y pensé: ¿Cómo será la confesión de estas niñas? ¿Cuántas avemarías les mandará a rezar el cura? ¿O eso ya no se usa?

Lunes, 15 de Enero de 2018
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