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Desvaríos sobre don Otto

Su taita le inoculó el virus de la política, mamá, parienta remota de Barba Jacob, le regaló la literatura. 

Como Otto Morales Benítez cumpliría mañana cien años  le canto el desafinado japiberdi. Nació el 7 de agosto porque estaba tiqueteado para ser él mismo una fiesta. 

“Son los milagros del amor”, comentó al explicar cómo papá Olimpo y mamá Luisa, se las apañaron para acigüeñizarlo el día del aniversario de la batalla de Boyacá que regresó a los chapetones a sus paellas. 

Su taita le inoculó el virus de la política, mamá, parienta remota de Barba Jacob, le regaló la literatura. Entre los dos le encimaron la carcajada, en sus palabras “una defensa contra la trascendentalidad”. Primero era la carcajada, después don Otto. 

Buscó la presidencia pero los colombianos lo querían tanto que le negaron semejante chicharrón.  

Don Otto y Barba Jacob  comparten inmortalidad reencarnados en cabezas de bronce cerca del auditorio de la Casa de la memoria, en la Biblioteca Piloto. Se acompañan y monitorean de reojo. 

La cabeza fue un regalo de  Arenas Betancourt, su cómplice de bohemia cuando trituraba códigos en la UPB. 

Cualquier día, el abuelo Otto apareció en la Piloto con enguacalador dispuesto a llevarse su bronce. “No”, le dijeron rostros de malencarados lectores. Arenas Betancourt, quien “lo amaba como a un hermano”,  fotocopió la cabeza, también en bronce. 

Esa cabeza está en poder Adela y Olympo, los hijos encargadas de guardar y perpetuar el legado del célebre abuelo. Un tercer hijo murió un día que Dios tomó compensatorio. 

El escéptico Arenas también le regaló un Cristo que montaba guardia en la oficina de abogado en el edificio Colpatria.  

El año del centenario se vino con todo y coronavirus, pero los hermanos Morales siguen regando el pensamiento del prolífico autor como quien cultiva orquídeas. Hay doble guardián en la heredad. 

Nada le fue ajeno durante su travesía que plasmó en más de 120 libros; medio centenar hacen paciente cursillo para póstumos. 

Se agachaba y se le caía un libro, decían del ensayista de Riosucio. “No se me cae uno, se me caen todos”, y soltaba una carcajada que espantaba las palomas de la plaza de Bolívar. Le quedó por escribir un libro: “Las memorias de mi infancia que fue dulce y alegre”.  

Era un tsunami de alegría, ideas, sencillez y amabilidad. Se confundía con perplejos transeúntes que lo veían caminar de chaleco y tal. Tenía por guardaespaldas su propia vida. 

“Belisario negro”, lo llamó López Michelsen. “Fúnebre amigo”, lo rotuló Belisario Betancur por leer obituarios con la misma pasión con la que devoraba chontaduros, el viagra natural. 

Teníamos profundas coincidencias… mecanográficas: Ambos teníamos máquina Olivetti Lettera 22. Don Otto escribía para la historia; yo tampoco.  

Le gustaba repetir: “No tengo quejas de la ternura”. Sin temor al desmentido le pongo papel carbón a ese sentimiento. 

Nunca lo preocupó la muerte porque  “amo la eternidad” que se está gozando de sombrero Barbisio y paraguas que hablaba inglés. 

Jueves, 6 de Agosto de 2020
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