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El aprendiz
“Le aconsejo que no gaste dinero en publicar esto”, le concluí con la mayor caridad cristiana.
Viernes, 6 de Septiembre de 2019

No soy profesor de lengua castellana, ni de análisis lógico y gramatical, prosodia y raíces griegas y latinas, mas considero que me defiendo con las bases humanísticas que aprendí en el bachillerato en el seminario menor del Dulce Nombre de Ocaña, y con algunas lecturas posteriores, de ahí que no faltan quienes me consulten de vez en cuando. Justamente, porque ese bagaje le permite a uno saber – disculpen la inmodestia – o captar de entrada quién escribe bien o quién escribe mal, o regular, o definitivamente no sabe escribir y es negado para el oficio.

El asunto es que en días pasados se me acercó un señor – no revelaré de qué municipio, pero sí que pertenece a la provincia de Ocaña – y me dijo que le hiciera el favor de mirarle unos escritos suyos. “Con mucho gusto”, le respondí, recordando a Diomedes Díaz. “Remítame por correo electrónico el material”. El buen caballero me contestó que él no escribía en computador sino a mano. Concertamos, pues, que traería a mi apartamento su producción literaria.

A los dos días llegó con un sobre de manila. Me anunció que me traería después otro sobre más voluminoso. Como preámbulo, se confesó como un simple aficionado que acudía a un experimentado escritor, y siguió con una carreta de elogios, por lo que tuve que pedirle que parara ahí, que no era para tanto pues yo también no pasaba de aprendiz. “Soy un fiel lector suyo”, me aseguró; “no me pierdo ninguno de sus escritos”.  “Supongo que ya leyó “Las crónicas más divertidas de Norte de Santander” o “José Eusebio Caro: epítome de su vida”, que son mis últimas obras”, le pregunté por probarlo. “O algunas de mis columnas en La Opinión”, le rematé. “Claro que sí, todo, todo”. Entonces volví al contraataque: “¿Qué es lo que más le ha gustado de cuanto me ha leído?” Mi interlocutor quedó acorralado, pero pretendió salir triunfante con un “todo, todo”. Este man, pensé, no ha leído ni una línea mía. 

Bien: vamos al grano.  Se había jubilado de docente, y particularmente había ejercido en el área rural. Guardaba recuerdos ensoñadores tanto de su pueblo natal como del ejercicio en el campo. ¡Qué grato era remontarse a las fiestas patronales en el terruño, y a la convivencia con los agricultores, a las visitas del párroco a la escuelita lejana, y a las costumbres sencillas y sanas de cincuenta años atrás! De eso se trataban las prosas y los versos manuscritos que me traía.   

Ese mismo día, en la noche, de una sentada leí la docena de hojas.

Cuando el viejo maestro regresó, llevando el segundo legajo de su creación, por supuesto que ya le tenía preparado mi concepto. Le advertí, eso sí, que sería honesto y vertical; él dijo que ni más faltaba, que su deseo era aprender, corregir lo malo, y que aceptaría humildemente y de buen grado mi parecer. 

En ese entendimiento tuve que irle indicando sus defectos: falla general en ortografía, ni idea de concordancia gramatical, despelote de uso de mayúsculas y minúsculas, y carencia de unidad, gracia e interés de los temas - en lenguaje común, flojos y muy trillados -. “Le aconsejo que no gaste dinero en publicar esto”, le concluí con la mayor caridad cristiana. 

A la semana siguiente coincidimos en una santa misa. El hombre pasó por mi lado sin determinarme. 

orlandoclavijotorrado@yahoo.es

 

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