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El cuenco del alfarero

En ellas nacían los juegos de los niños, el tropel del oficio de la casa, los prados verdes, los serenos que sonaban su pito en la noche fresca.

Estoy recogiendo en el cuenco de la mano las gotas dulces que caen de los años, de los sueños, con una bondad tal, que se resguardan solas en los recuerdos bonitos.

Son susurros de los días buenos del tiempo, aquellos que eran sencillos y podían asumir los colores de las mañanas de antes, dibujadas como la sombra de un guardián, mecidas por el viento azul.

En ellas nacían los juegos de los niños, el tropel del oficio de la casa, los prados verdes, los serenos que sonaban su pito en la noche fresca, en fin, las rutas de los caminos antiguos que hacían grata la vida.

No se necesitaba nada diferente a los amaneceres y los arreboles, o los cantos en forma de rocío, unos cuantos libros, viejas canciones y, claro, la solemne paz que brotaba de la quietud.

Aunque el galopar del destino lo cambió todo y venció al mundo, entregándolo mansamente al modernismo, las ilusiones aún son un oasis espiritual para compensar el vacío que se siente.

Porque somos algo fundamental en el universo, la única opción redentora es abrazar las horas y sembrar en ellas letras, o notas musicales, cultivar una estrella intelectual que se cuelga como la luna, de un azar, de un pico de pájaro, o de una versión, tan natural, como la ingenuidad que se asoma detrás de las flores a escuchar su aroma.

Son las escalas que suben desde la humildad hasta el cielo, al absoluto convencimiento de que fuimos arcilla en manos del alfarero tiempo, para que moldeara el barro de una quimera y la entregara a Dios.

Lunes, 6 de Abril de 2020
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