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El heraldo blanco
Con él aprendimos, de nuevo, a inspirarnos en esa plenitud de sueños esparcidos en nuestra consciencia secreta.
Domingo, 17 de Septiembre de 2017

El heraldo blanco hizo realidad los anhelos de quienes lo esperaban: en las calles, en las ondas, en las señales, en el país y el mundo, para escucharlo y dejarlo realizar su ilusión gitana de sembrar humildad.

Los duendes de la vida martillaron sobre el yunque una especie de nostalgia por los valores ancestrales perdidos, por la religiosidad, por la consagración antigua al Sagrado Corazón de Jesús, por los viejos juguetes de madera de los niños anunciando ingenuidad, por las añejas campanas sonoras y rectoras de la bienaventurada fe del pueblo, convocando a la oración.

Con él aprendimos, de nuevo, a inspirarnos en esa plenitud de sueños esparcidos en nuestra consciencia secreta, a cerrar los párpados y admirar la belleza del alma, a surtir los corazones de pedazos de sol, o de luna, a reconocer que, con todos los defectos, existe una iglesia buena, yacente en los pliegues de la maravillosa espiritualidad colombiana, a escanciar la sensibilidad del pueblo en cada bendición del Papa e impregnarse de su bondad, sin paralelos.

Y nos sentimos, igual, vestidos de blanco, esperando con alba emoción sus mensajes sencillos, claros, dotados de la sabiduría que brota espontánea y no usa vericuetos para contarnos que Dios no vive aparte, sino en la piedad del ser humano. Se fue tocando un tambor, así como las aves después de haber migrado unos días regresan a su morada: nos legó un símbolo de amor, una sombra refrescante, un remanso. 

Porque no existe mejor estímulo para una nación oscura que la voz conciliadora que se baja a las semillas de la modestia y se entrega, dadivosa, a la gente sufrida, a los caminantes, de cualquieras raza y credo, incluso a los poderosos, para acariciar su alma y bendecirlos. 

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