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El pasado de soñar

La vieja costumbre de so.ñar ha ido perdiendo validez, porque requiere de soledad.

La vida se vuelve mansa en el universo de la nostalgia, ascendiendo lenta por el humo del café, o por cualquier signo sencillo que se esconde detrás de la fiesta de las matas regadas y el baile de las gotas que mojan su esplendor. 

Los minutos tempranos empiezan a decorar las horas, a encender con su tizón la sutileza del recuerdo, en una jornada paralela a las emociones: no, no se pueden apagar los añejos moldes de la esperanza, ni los círculos de punto y cadeneta en el tejido en que se amalgaman las directrices del destino.

La vieja costumbre de soñar ha ido perdiendo validez, porque requiere de soledad, de ojos que se entrecierran y se alargan hasta una esperanza azul y un especial romanticismo, bastante esquivo y arisco en esta batahola moderna que ha ido destruyéndolo todo, sin misericordia. 

Los sueños recogen las quimeras y dejan al viento espontáneas manchas de luz para llenarse de tiempo y brotar en destellos, como si dibujaran con un pincel las opciones de una paz íntima con el mundo, para pintar con trazos cariñosos la hermosa sensación de adormecerse en las visiones blancas que se atropellan en el corazón. 

Cuando uno sueña parecen ensancharse los caminos, en una alternativa sana para acrecentar ilusiones: los duendes del amor a la vida se posan en el alma, galopan por sus rincones e iluminan los instantes.

Se van abriendo los espacios hacia un crepúsculo de esos que se asoma lejano, o a un amanecer que titila tímido hasta que despunta el alba: uno atisba en el horizonte la huella de los siglos largos escondida en la vigilia, buscando el equilibrio perfecto de los contrarios que confluyen y colman los días de misterio.

Domingo, 10 de Diciembre de 2017
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