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¡El último apretón!
A escasas dos  horas del  funeral escribo esta breve  crónica y me  preparo para soportar su  despedida  definitiva  y  acompañarlo hasta  su  tumba.
Miércoles, 10 de Julio de 2019

Cuando observé la imagen del tumor cerebral de Hugo Alfredo sentí mucho  temor y después de hacer la respectiva  consulta con algunos médicos, comencé a comprender  que la vida de mi gran amigo  ya marcaba su límite.

Los exámenes especializados en Bucaramanga y Bogotá fueron reiterativos, y él, alimentaba muchas esperanzas, manifestaba que estaba  animado  y optimista, sin embargo, lo rodeaba un ambiente extraño y  temeroso.

Sus salidas al centro de la  ciudad empezaron a disminuir, pocas veces  se reunía con Pedro y conmigo en las cafeterías donde solíamos departir y en  las que a veces le reprochábamos algunos  comportamientos que a nuestro juicio eran nocivos para su deteriorada salud.

En diciembre no viajó a  Cúcuta para compartir la Navidad con sus tres  hijos ni  lo escuchamos exclamar: ¡qué  viva  diciembre!, como siempre lo hacía en  los  inicios del mes más alegre del año.

Por intermedio de su esposa Miriam  o de su hermano Jairo, nos enterábamos de la evolución de su  caso, que de manera paulatina se complicaba.

A través de esas fuentes supimos que difícilmente se levantaba de la cama, procurando ser muy prudentes consultamos que si era conveniente visitarlo y de esa manera llegamos a su  casa y nos encontramos con un cuadro conmovedor y doloroso.

Su lucidez se evaporaba con los rayos del sol que entraban por la ventana  de su habitación. Me apretó la mano con  mucha fuerza y la sostuvo durante casi  diez minutos, mientras que su mirada era peregrina y a través de sus ojos intentaba  manifestarme algo o quizá pretendía un  auxilio que seguramente estaba  muy  distante de mis posibilidades.

El impacto fue tan duro que decidí no volver a visitarlo y así se lo manifesté a  su compañera y hermano, porque sentí una enorme impotencia y no quería verlo desmoronarse, sin embargo, buscaba información constante hasta el momento final.

El día de su muerte, estaba muy  lejos, con mi esposa acompañábamos a  nuestros dos hijos en Bogotá (María del  Mar y Nahún Alejandro, a quiénes consideró sus sobrinos). En la madrugada del domingo pasado me despertó el  piar angustioso no  sé si  de  un  pollito o  un pajarito dentro  del apartamento ubicado en un  quinto piso, cerca de la Universidad Nacional.

Me levanté a comprobar lo que  escuchaba y después de no encontrar ninguna  explicación, la puerta que pretendí cerrar opuso cierta resistencia y al  acostarme de  nuevo, timbró mi  celular  y en  la  pantalla  vi el nombre de  Jairo quien  al  contestar la llamada con un llanto desesperado exclamó: ¡se  murió Rafael! (Hugo Alfredo).

Sentados en  la  cama, Mary me propuso que  le  rezáramos, más  le  dije que mejor hablaría con su espíritu y me dediqué a agradecerle el  aprecio que nos brindó y los momentos bonitos que pudimos disfrutar.

Nos conocimos en el Colegio Caro, en primero de bachillerato, en  1967, junto con Pedro Rizo, Alonso Mejía y  Orlando Caicedo. Dos años después  nos reencontramos en la Normal “Francisco Fernández de Contreras”; en el grado cuarto armamos la rosca con Luis Palacio, Hernando Patiño, Óscar Mora, y nuevamente con ‘Loncho’, como él lo llamaba,  hasta  graduarnos como maestros y conservar la estrecha amistad a  lo  largo de un  medio siglo.

Oficié como padrino de su matrimonio con Marlene Sarmiento y fui  testigo del nacimiento de sus tres hijos,  Jesús Alfredo, Rafael Emilio y María  Constanza. Actué como consejero cuando decidió disolver su vínculo y emprender una nueva vida junto a Miriam Solano. Siempre le recomendé lo que consideraba justo y  favorable para sus proyectos, siempre pretendí  orientarlo y respaldarlo.

A escasas dos  horas del  funeral escribo esta breve  crónica y me  preparo para soportar su  despedida  definitiva  y  acompañarlo hasta  su  tumba.

Siempre que escuche los paseos vallenatos de Poncho Zuleta, “Los  tiempos cambian” y “El estudiante  pobre” ,  junto  con  el  merengue  de  Camilo Namén , “Mi  gran  amigo”, sentiré que seguirá cantándolos  en  las  parrandas que probablemente  vendrán.

Hugo Alfredo,  mi  gran  amigo,  o  mi  hermano,  como solías  decirme, hay  muchísimos motivos y  experiencias para  nunca  olvidarte, voy a  recordarte  con  la balada de Luis  Alberto  Espinetta, que  cantó de  manera  magistral  el  argentino Leonardo  Favio, “Para  saber  cómo  es  la  soledad”.
             

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