Somos una simbiosis de tiempo y espacio, huéspedes ocasionalmente breves de la vida, para avanzar al porvenir surgiendo de la profundidad del pasado que se queda rezagado en los pliegues del alma, protegidos por la ruta de las estrellas, guiados por el eco del destino, en una conjugación directa entre cuerpo y espíritu y, de estos, con el universo.

El viejo portón de la casa de la intimidad abre a sentimientos tan holgados como uno quiera: parecen ser el refugio interior de lo que ocurre en el exterior, una vuelta del presente hacia los sueños que le son afectivos y sueñan, a su vez, en ser parte de un afianzamiento emotivo.

La intimidad debe poseer un corazón original, de colores, decorado de silencio, en el que un artista de talla dibuje el auténtico perfil de la luz personal en los recodos entrañables, en los ojos, en el rostro, en la expresión trascendente que transcurre en nosotros, adentro, despojada de las miserias humanas. 

Allí el reloj no tiene cuerda, ni tic-tac, sólo voces de nostalgia y sonidos de melancolía, añoranzas de las épocas en que la sencillez y la dignidad eran fundamento para la relación con los demás pasajeros de la tierra, con la consciencia y la autonomía plenas de certidumbre.

Al final, seremos cenizas movidas a un receptáculo: pasaremos espiritualmente a un hogar celeste, circunscrito por un tiempo veraz y delimitado por un espacio donde la geometría se pierde persiguiendo un punto que se mueve veloz hacia el infinito.

El secreto de la dignidad está en hacer valer el derecho supremo a un modelo de evolución feliz, a una seducción de la existencia, al hallazgo de la autenticidad, del don natural que se fue perdiendo abrumado por la gente y las cosas hasta cederlo, mansamente, a las soluciones mundanas del primer postor.