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Heredad musical

La música ascendía por el escenario, se metía en los poros, cumpliendo su misión de sembrarse de nortesantandereanidad en el alma.

De las manos convertidas en batuta mágica, del maestro Pablo Tarazona Gómez, sonaron versos convertidos en notas, con ansia de recital: “A mis colegas”, de Víctor M. Guerrero, “Ocañerita”, de Rafael Contreras, “Mercedes de San Nicolás”, de Pablo Tarazona Prada, “Josefita”, de Ángel María Corzo, “A quien engañas abuelo”, de Arnulfo Briceño, “No me olvides”, de Benjamín Herrera, “Que lo sirvan”, de Fausto Pérez, “Desde lejos”, de Bonifacio Bautista, “Santadercito”, de Oriol Rangel y “Las brisas del pamplonita”, de Elías M. Soto. 

La música ascendía por el escenario, se metía en los poros, se sentaba en las bancas, cumpliendo su misión de sembrarse de nortesantandereanidad en el alma de los asistentes al teatro Zulima, como si los soles se hubieran detenido en el tiempo e iluminaran la sombra de los compositores ancestrales.

Y, ellos, hacían guardia de honor en la eternidad, para dar paso a su inspiración en un rumor de valses, pasillos y bambucos que narraban la historia de los grandes amores, de la tierra, de la gente, de las costumbres bonitas de antes y de todo aquello que contaba la tradición, en un concierto de la antología de nuestros músicos, gracias a la Fundación Cerámica Italia.

Los almendros, la danza, los pasos de los bailarines, las calles brillando de luz, las noches de fantasía, los amigos, los asombros, las cosas queridas, en fin, tantas versiones del pasado, retornaron para refrescar los sueños y susurrarlos a una región que hizo honor a su esperanza en la heredad de sus maestros: el suspiro, desbordante de hidalguía, dibujó en el aire un arco iris de gratitud.

Lunes, 19 de Agosto de 2019
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