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La cuestión posmoderna
Al menos en Colombia –ni se diga en Cúcuta- no son muchos los que en el debate político comentan algo sobre ello.
Jueves, 22 de Noviembre de 2018

El debate político se ha vuelto pueril. Ya no se dan las grandes discusiones filosóficas y epistemológicas en la política. Esta se ha vuelta un enredo de entretejimiento de intereses y estrategias para lograr micro y macro esferas de poder público y económico.

Son pocas las voces que se escuchan debatir sobre los grandes temas de la posmodernidad. Al menos en Colombia –ni se diga en Cúcuta- no son muchos los que en el debate político comentan algo sobre ello. Las grandes “verdades” de la modernidad comienzan a cuestionarse poco a poco. El término “progreso” de la humanidad ha sido siempre la angustia existencial de los seres humanos. El desarrollo económico a costa de cualquier impacto social ha sido la gran consecuencia de esa concepción homogénea de la realidad.

En efecto, la modernidad puso al hombre (ser humano) en el centro del espectro ideológico y político. La revolución religiosa –protestante, industrial y el laicismo propio de la ilustración europea llevaron al traste la tradición anquilosada y oscurantista de la dominación del hombre por el hombre hacia la dominación del hombre por el capital.

Los abolengos y las familias adineradas por nacimiento y nobleza comenzaban a mutar frente a la concentración del capital de esos mercaderes, comerciantes, profesionales y nueva burguesía que irrumpía en las bases políticas del poder religioso y real de los “de siempre” desde el siglo XVI. Sin embargo, ese progreso económico y mutación política trajo como consecuencia la aparición de otra clase social en ebullición pero no unida: el proletariado.

En esas diversas pretensiones de poder político de estas clases sociales, la modernidad construyó racionalidades homogéneas que ponían fin a las razones y fundamentos de una y otra clase social: los buenos y los malos; los capitalistas y los comunistas; los religiosos y los ateos; los liberales y los conservadores; libertad y esclavitud; etc.

Ello llevo a que la humanidad perdiera de vista la importancia de los micro-relatos, de entender la relevancia del disenso, de los distintos juegos del lenguaje con sus respectivos contextos, de la inconmensurabilidad del desacuerdo en cualquier sociedad.

La posmodernidad entonces es la consecuencia ideológica de la modernidad desgastada. En efecto, dicha concepción en boca de autores como J.F. Lyotard y G. Vattimo llevarían a una revisión crítica tanto de las “verdades” de siempre de la modernidad, con la condición postmoderna de deconstrucción del “yo”, de la heterogeneidad (del otro, de la diferencia, de las “micro-verdades”).

El disenso y los micro-relatos que por años y siglos fueron obnubilados por los meta-relatos de los más fuertes, de los más poderosos, de los más violentos, de los más ricos; se convertirían en la base del único consenso posible en la postmodernidad: el desacuerdo.

La condición postmoderna no implica caer en relativismos ni en dogmatismos totalitarios sino en el “adelgazamiento” de la racionalidad “histórica”, es decir, en incentivar el disenso, el “otro” argumento para con ello poner en entredicho aquello que ha sido considerado siempre “lo verdadero”.

A la postre como decía alguna vez un estudiante de aquellos que han marchado en los últimos meses por una educación de calidad y universal en Colombia: “estamos mamados de que nos eduquen para producir, trabajemos para consumir y consumamos para ser felices”. 

El micro-relato de la postmodernidad pone a flote las ideas que debería abordar la verdadera política democrática: el disenso, la naturaleza como sujeto de derechos, el empoderamiento de los marginados de siempre –los pobres, la igualdad-dignidad de la mujer, la protección del deseo y voluntad de pensamiento, la diversidad étnica y pluricultural, entre otros argumentos.

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