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A la luz de una velita

Y nos sentimos buenos si nos acogemos a la magia de la ternura, sin superficialidades, cuando asumimos que la humildad y la gratitud son indispensables -y suficientes- para ser dignos del amor de Dios.   

Los frágiles aprendemos que las luces más bonitas se vuelven estrellas y, si cada vez procuramos ser menos malos, más sabios en intimidad, la llamita simple se eleva y se convierte en luminosa eternidad.

Y nos sentimos buenos si nos acogemos a la magia de la ternura, sin superficialidades, cuando asumimos que la humildad y la gratitud son indispensables -y suficientes- para ser dignos del amor de Dios.   

Y cuando pecamos oramos para empatar, para hallar en el guiño de María y José una muestra de dulzura, como la de una mariposa que siembra los labios de la flor, o la del día que asciende hacia el olvido nutrido de recuerdos bonitos. 

Y entonces entendemos que la enseñanza basada en el temor no es apropiada, porque la fe está cultivada de cotidianidad, y que debemos comportarnos con el orden elemental de ser humanos.

Y tenemos una maravillosa opción, la de rezar en silencio, sin excesos, solos, sin fanatismos ni perfecciones (mejor entre semana), porque hallamos en la meditación esa serena majestad de la renovación.

Y siempre estamos conformes, porque sólo necesitamos arte, lectura y música para construir una fantasía con sueños alargados, para gozar de la cultura a través de un cristal que viaja con el viento, para esperar y aceptar esa vieja costumbre del destino de sorprendernos.

Y, así, una velita se torna avalancha de luz, e ilumina la senda de la esperanza y se empeña en ser un anhelo fulgurante de soledad y de paz interior.

Lunes, 2 de Diciembre de 2019
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