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¡La madre p’al que llegue de último!
Los tiempos cambian y las costumbres cambian. 
Jueves, 23 de Mayo de 2019

¿Se acuerdan ustedes de aquellas competencias que hacíamos, de muchachos, para correr hasta un sitio determinado, cuando a alguien se le ocurría gritar “la madre p’al que llegue de último”?  Nadie ofrecía un premio para el que llegara de primero, sino siempre era un castigo para el enclenque, para el rengo, para el zanquiflojo, para el gordiflón, que, lógicamente, se quedaban rezagados ante los delgados, los veloces, los deportistas, los cincoentodo. Al  último, al perdedor, los demás se la montaban y, entre risas, le daban una solfa: coscorrones, empujones, patadas…

Pero lo que más le dolía al perdedor era que había estado en juego su mamá. ¿Por qué? Nadie lo sabía. ¿Y qué se quería decir con eso de que “la madre…”? Tampoco se sabía. Pero era una ofensa. Por eso todos corrían para no quedar de último. Primero el honor de la mamá.

Los tiempos cambian y las costumbres cambian. Nombrarle la mama a otro, es decir, mentarle la madre, o sacársela a bailar, eran muchas veces causa de pelea. Y si se trataba de adultos, el asunto tomaba giros mortales.

Ahora no. Los muchachos se tratan a madrazos con la mayor frescura del mundo. La madre es una cosa sin importancia, como la madreselva,  la mamá  de los pollitos, la madre del caracol, la madre de la uña.

Sicólogos, educadores y sociólogos se han dado a la tarea de investigar por qué la palabra madre o mamá ha caído tan bajo, y no encuentran respuesta. A cualquier muchacha, los hombres le dicen mamasota, mamacita o mamita. La vendedora de la tienda le dice a la marchanta: “Vea, mamá, le tengo los tomates frescos”. Le dice mamá y ni siquiera la conoce. 

Tal vez por eso mismo, porque la palabra se relajó, es por lo que a nadie le importa que le lancen un hijueputazo. Ahora es como decirle “Hola, amigo”. El otro sonríe y viene y le da un abrazo.

Sucede lo mismo con la palabra hijuemadre, o jijuemadre, como dicen en el campo. “Usted es un hijuemadre” era causa de pelea y de muertos.

Y lo mismo sucede con (perdónenme la grosería, la grosería de antes) la palabra “malparido”.  

Decirle a otro que había nacido mal, era mentarle la mama. El ofendido le gritaba ”la suya”, y ahí quedaba casada la pelea. A plomo, a machetazos o a trompadas se dirimía el asunto. Hoy es otra cosa. Es un saludo, un cariñito, una manera de manifestar amor.
  
Pero lo pior, lo verdaderamente pior, lo vi y lo escuché hace poco. Lo vi con estos ojos que se han de comer los gusanos. Un niño no le entregó los vueltos a la mamá y se compró un helado. La mamá lo agarró a golpes y a gritos: “Malparido, hijueputa, ladrón. Hoy no le doy comida”. La misma mamá. Y ni siquiera se sonrojó con los que allí estábamos.
   
Volviendo a los juegos infantiles. Son más de buenas los papás. Nadie gritaba en aquellos juegos: “El padre para el que llegue de último”.    

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