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Lo que Alzheimer olvidó

Los médicos practican el verbo servir y se olvidan del resto. 

La efeméride del día del médico pasó inadvertida. Hay más alharaca por el día del peluquero, del periodista, o por la corrida de un prosaico catre.

El memorioso doctor Alzheimer olvidó recordarnos que el 3 de diciembre es el día dedicado a sus colegas. Imperdonable, porque tienen las llaves de nuestro bienestar. Por ellos seguimos el camino.

Los médicos practican el verbo servir y se olvidan del resto. Es la ética y estética de su destino, como las abuelas les decían bellamente a los oficios.

Con retroactividad al lunes 3, van felicitaciones estruendosas y agradecimientos por cuidar de nuestras carnitas y huesitos.

Lo digo desde mi condición de millonario en salud y tiempo libre, la verdadera riqueza, según Gonzalo Restrepo, exmandamás del Éxito.

Lamento no haberles dejado demasiados vales como activista de la prepagada y de la EPS. Ojalá no les haya hecho perder tiempo.

El médico está al principio de la vida con el obstetra o con “manos brujas”, la comadrona, en mi caso. Al final de la travesía, al galeno lo define la lotería del azar. Muchos cumplen aquello de que el buen médico acompaña a sus pacientes hasta la tumba.

De pronto me alivio cuando veo las paredes de los consultorios ametralladas de diplomas. Si es en otro idioma, me alivio más rápido todavía.

Valencia es el apellido del primer médico que retiene mi disco duro. Cuando el médico de la familia llegaba a casa, de corbata,  solemne, misterioso, sabio, lento, amable siempre, con sonrisa beatífica, era como si llegara el papa de Roma.

Ese día en casa nos ponían la pinta de pontificar previo baño con jabón de tierra y expurgada del cabello para que no fuera a saltar ningún intruso. Que no falten pantalones bombachos con cargaderas,  cómodos tenis Croydon y agua de San Joaquín para aconductar el pelo.

Valencia aparecía cuando fracasaban los menjurjes caseros. ¿Que no hicieron efecto las yerbas, el mentolín, el mejoral, el alcohol, las babas maternas con sal? Entonces Valencia entraba en la escena.

De un bolso diminuto, como de actriz del cine porno, el pupilo de Hipócrates de Cos y de Galeno, también filósofo, sacaba artefactos exóticos que le decían cómo andaba la muchachada del corazón, la silla turca, el esternocleidomastoideo, el hígado, las lombrices y otros bichos. Miraba todo el paquete. 

Valencia me recuerda al médico Cameron de la novela “Las aventuras del maletín negro”, de A.J. Cronin. Cameron casi les daba piquitos a sus pacientes por confiarle sus achaques.

Envejecer es cambiar de médicos. Llega el instante en que vamos más al consultorio que al bar. Son las reglas de juego.

De nuevo, agradecimientos a todos los bisturís de la parroquia en mi nombre y en el de Nacho, el chihuahua que me adoptó como mascota. (Me enfermo al pensar que uno termina pareciéndose a su perro).

Domingo, 9 de Diciembre de 2018
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