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Los retratistas

Se acabaron aquellos retratistas que iban a las fiestas de mi pueblo. Y de otros pueblos.

A Álvaro Claro, con afecto

-Llegó el retratista –decían en mi pueblo, cuando las fiestas de la Virgen de las Mercedes, en septiembre, iban a comenzar. Y la voz corría de cocina en cocina. Las muchachas eran las más alegres porque tendrían su retrato de medio cuerpo para regalarle al novio, y su retrato de cuerpo entero para ponerle un vidrio y colgarla en la sala.

Estoy siendo injusto. Las señoras también se alegraban por la posibilidad de tener para el recuerdo una foto con su marido y los niños, que, a veces eran tantos, que no cabían todos  en la fotografía, y tocaba hacer varias.

Sigo siendo injusto. Porque también los hombres son vanidosos (más que las mujeres, dicen los chismosos) y también soñaban con su porte, su elegancia, las manos en la cintura  y su seriedad de varón recio, en el retrato que pegarían en la tapa del baúl de los recuerdos y los chécheres.

Tal vez los viejos eran los que menos se entusiasmaban con el trabajo de los retratistas. “Eso ya uno pa´qué”, nos dijo la abuela Lucía Esparza, la mujer de Cleto Ardila, el día que algunos nietos fuimos a llevarla a la plaza para que el retratista la eternizara en una fotografía. Se negó rotundamente. En cambio el abuelo se paró frente a la cámara, se quitó el sombrero y se hizo la cruz. “Lo que ha de ser, que sea”, tal vez pensó.

Eran otros tiempos. No había carretera, no había luz eléctrica, no había teléfono, pero las noticias volaban. Para las fiestas patronales (23, 24 y 25 de septiembre) llegaba gente de todas partes. 

El obispo de la diócesis se pegaba el viajecito desde Santa Marta, con tal de no perderse aquellas festividades. Alguna vez estuvo el gobernador Cote Lamus con los godos de su gabinete: Cecilia García Bautista, el Mono Parra Delgado, Jaime González Peñaranda y otros. Y el retratista siempre llegaba entre aquella cabalgata de gentes importantes, que descendían de sus cabalgaduras en el atrio de la casa cural y pronunciaban sus discursos frente al pueblo, que los vitoreaba con gritos, pólvora y aguardiente. 

Una vez le cedieron la palabra al retratista, que había llegado con ellos y con ellos se instaló en la tarima. El hombre se limpió el sudor con un pañuelo de rayas, sacudió su melena alborotada y dijo así con inspirado acento: “Yo no echo discursos, compañeros. Yo sólo tomo retratos”.

Muchos años después, frente a los directivos de la Academia de Historia, yo habría de recordar aquella misma frase, cuando le pidieron al académico fotógrafo que preparara un discurso para homenajear al general Santander: “Yo no echo discursos, compañeros. Yo sólo tomo fotos”.

Se acabaron aquellos retratistas que iban a las fiestas de mi pueblo. Y de otros pueblos. Los arrieros les llevaban el trípode y la caja de cartón con sus aparatos milagrosos y el platón o ponchera para el agua. El procedimiento era riguroso: Miren a la cámara, no respiren, listo, pueden respirar. Igualito al procedimiento que emplean las técnicas de Rayos X. Luego el hombre metía la cabeza a la máquina, cubierta con un paño negro y después de unos minutos sacaba un papel blanco, que metía al agua del platón, y allí, ante el asombro de todos  y la sonrisa del artista, iba apareciendo, poco a poco, lentamente, la figura del retratado. Lo demás eran abrazos, risas y hasta brindis con chicha de maíz pilado.

La modernidad les dio garrote a los retratistas de entonces. Los celulares tienen cámara, y los retratistas murieron de tristeza o se marcharon a retratar recuerdos a otras tierras.

Descendientes de ellos son los fotógrafos o camarógrafos de hoy, que llevan su moderna cámara terciada, sacan pecho, miran de frente y se cuelan a cuanta reunión encuentran. Les toman fotos a todos y a todo. A las muchachas bonitas, al arco iris y a la luna roja.  Buenas fotos, tipo exportación. Pero ellos tienen un problema: Jamás quedan en foto alguna. Y eso no deja de producirles alguna nostalgia, alguna tristeza, es decir, alguna arrechera.

Martes, 17 de Septiembre de 2019
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