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Luto pertinaz

La solidaridad de la gente convoca a una dimensión de condolencia que emerge en cada nota que cantan.

Los ciclos se están cumpliendo para varias generaciones y la muerte ha apresurado la recolección de su cosecha: no se apiada de las familias y abre grietas de dolor en quienes, como pobres mortales, aún no alcanzamos a comprender la inmensidad de su enigma.

Se cierran con mayor frecuencia los caminos de los que andamos aún por ahí, por la vida, tratando de ajustar las cuentas con los años. Se detiene entonces el tiempo terrenal y clausura nuestros mundos, los llena de sombras y fantasías que siembra en el recuerdo, en los soles y las lunas que se meten en el alma con rótula de adiós y absorben, todo, con su esencia de invierno. 

La estela de luz de los amigos va dejando canciones, palpitaciones que, pronto, se irán diluyendo en semillas de olvido: apenas en algunos quedarán presentes las jornadas de ilusión, las esperanzas, que sólo se convertirán ahora en tardes crepusculares, en espacios vacíos y en ecos de los coros de peregrinos que se asoman a la ruta mayor de la nostalgia.      

La solidaridad de la gente convoca a una dimensión de condolencia que emerge en cada nota que cantan, o en las oraciones, en los ritos y, en especial, en el cariño grave y melancólico con que se saluda en la puerta de la iglesia, con una rosa blanca en el pensamiento. 

En el fondo, celebran esa belleza escondida, e imaginaria, que posee la muerte, aromada con un manto de perfume sagrado, iluminada por un lucero que se desprende en la añoranza que los difuntos despliegan y no desparece hasta que la guadaña lo siega: deja de brillar en el sueño y se decanta en el esplendor del infinito, que es corolario de cada existencia.

Domingo, 21 de Enero de 2018
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