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Mi dulce compañía
No soy tan lagarto como para asegurar que esa noticia la oi por Caracol...
Sábado, 8 de Septiembre de 2018

A veces el caprichoso azar se alimenta de casualidades. ¿O será al revés? Lo cierto es que a temprana edad descubrí que el mar se vuelve música para vivir dentro del caracol. Lo supe al ponerme en el oído uno de los caracoles con que cuñábamos las puertas en casa.

En la misma época, hace setenta años, los mismos que está cumpliendo Caracol, me asaltó el primer gran misterio: ¿Por dónde se mete la gente que hablaba desde esa cajita llamada radio?

En radio, suelo repetirlo, oí una de las primeras noticias que Alzheimer grabó en mi disco duro: que el mundo se iba a acabar.

Como andamos en busca de porqués, a lo mejor gracias a esa radio de pedal de antaño, surgió la idea de levantar para las lentejas moliendo noticias.

No soy tan lagarto como para asegurar que esa noticia la oi por Caracol para congraciarme con su director, Darío Arizmendi, en reciprocidad por haber sido mi profesor de psicología de la comunicación en la Universidad de Antioquia.

Ni veniales de lo que trataba la materia. Sólo recuerdo que entonces sonaba la p de psicología. Envejecer es haber asistido a las exequias de letras como la pe al comienzo de ciertas palabras.

También recuerdo que aprovechándose de su condición de tempranera vaca sagrada del periodismo, Arizmendi trató de “incautarme” sofisticadas novias. Lo derroté con la pinta de desplatado y anárquico caminante que Dios en su extraña bondad me dio.

Cuando lo nombraron director de Caracol, hace mil años, le di ocho días en el puesto. Al fin y al cabo, de radio solo sabía prender y apagar el cachivache. En venganza por esa “predicción”,  Arizmendi dice que lo que sé de periodismo se lo aprendí. Le respondo “serena la mirada, firme la voz” que lo poco que sé se lo debo a no haberle parado bolas.

Desde niño escucho radio. Es tic, fijación, necesidad, costumbre, inercia.  En casa teníamos una vieja radio Zenith, un armatoste que a media noche cogía tartamudeantes y remotas emisoras. Era la única forma que había de salir del barrio.

Esa cosita que en todo está,  la radio, era también prensa y televisión. Los locutores, historiadores con la garganta, nos narraban la historia. Desde entonces, la radio y quienes la hacen, forman parte de la canasta familiar de mis afectos. Mejor dulce compañía para dónde.

La radio ha tenido más muertes que Tirofijo. Entre otros, sus enterradores han estado la televisión e internet. Celebro haberme iniciado en el Noticiero Todelar que mandaba la parada con Caracol. Los demás “eran los demás”.
 
Es exigente a morir, pagan regular tres cuartos pero exige vivir al segundo que es de lo que se trata en este desbarajustado peladero que es la aldea global.

Japiberdi para los caracoleros y los agradecimientos de un arcaico gamín de la radio.

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