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Políticamente correcto

Mientras se escoja un lenguaje jabonoso, insípido e insonoro, indoloro, todo seguirá igual. 

Ya basta. Ya está bueno de embadurnados de eso que llaman lo políticamente correcto, que se convirtió en una espesa melaza que todo lo cubre, viscosidad que impide decir la verdad, y por ende ocultar los problemas.

Los pobres, ahora se llaman los “menos favorecidos”. Los gordos, ahora son “hipetrigleceridémicos”.  Al rico, se le llama “persona pudiente”, y al feo se le dice “menos agraciado”. Y así, como queriendo evadir la realidad, vamos por la vida.

En algún momento, se apoderó de la humanidad la necesidad de esconder lo que consideraba doloroso, indigno o simplemente incómodo. Y como aquello de tapar el sol con un dedo es imposible, entonces se modificó el lenguaje. 

Viejo truco ese de cambiar el nombre de las cosas, como si por arte de birlibirloque dejara de ser lo que siempre han sido, y se convirtieran en lo que queremos que sean. 

A los viejos les diremos “adultos mayores”, para no aceptar que se están apagando. A los homosexuales, ahora se les debe decir que son “una minoría sexual”, porque aquello de aceptar que otros piensan distinto es muy difícil.

Al paso que vamos llamaremos a los niños “adultos menores”. 

Y es que el famoso lenguaje inclusivo, o políticamente correcto, es escurridizo, como si de una culebra enjabonada se tratara, y se va colando por doquier: Los secuestros pasaron a llamarse “retenciones”.

Los homicidios “incidentes”, y la rampante corrupción, la llamaremos “indelicadeza en el manejo de la cosa pública”. 

Y los efectos no son menores, desde luego. Decir las cosas por su nombre, por doloroso que sea, nos obliga a hacer introspección, a revisar que anda mal, y ver cómo lo corregimos. La verdad duele, sí, pero el dolor es la terapia que se requiere para mejorar. 

Pero esta especie, que se supone la más evolucionada, ha escogido caminos que evitan el dolor. 

Desde cambiar el nombre de las cosas, hasta escoger mandatarios que prometen ríos de miel y leche, a sabiendas de que ello no pasará. 

Desde luego que el lenguaje hiriente y grosero no debe tener cabida, pero a eso no me estoy refiriendo. Ser honesto, directo y preciso con las cosas es la antípoda de grosería y patanería. Es, a mi modo de ver, la forma de ser adultos, de reconocer problemas donde los hay, y dejar de utilizar el pensamiento mágico para atener nuestras necesidades. 

El día que el gordo se diga a sí mismo gordo, quizá deje de comer y solucione su problema. Pero mientras se escoja un lenguaje jabonoso, insípido e insonoro, indoloro, todo seguirá igual. 

¡Cuánto nos falta crecer!

 

Miércoles, 4 de Abril de 2018
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