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Que no me esperen esta noche
No había terminado de pronunciar el presidente Duque la palabra “salgan”, cuando ya todo el mundo estaba en la calle.
Miércoles, 9 de Septiembre de 2020

No había terminado de pronunciar el presidente Duque la palabra mágica “salgan”, cuando ya todo el mundo estaba en la calle. Algunos ni siquiera alcanzaron a ponerse el tapabocas, apurados como estaban por volver a ver las calles y los parques y las avenidas. Gente queriendo ver gente. Los novios. Los amigos. Los amantes. Todos queriendo verse, tocarse, escucharse, contemplarse, acariciarse. “No cambiaste nada en estos seis meses”. “Mi amor, te salieron canas”. “A bajar esa barriga, ¿oyó?”.

Los tres o cuatro policías que merodeaban por los lados de la alcaldía y de la gobernación, tuvieron que hacerse a un lado porque la estampida era total. Un agente perdió la  gorra y a otro le sacaron el celular del bolsillo del pantalón. Y un tercero aseguró que estuvo a punto de perder su pistola de dotación.

Viendo el tropel, recordé una tarde de toros en Las Mercedes, para unas fiestas patronales, precisamente en septiembre. Habían acondicionado en la plaza del pueblo un redondel de horcones y láminas de zinc, y  tarimas con tablas .No había parque sino plaza.

Esa tarde de olé, pasodobles y manzanilla en bota de cuero, sucedió algo inesperado.  Uno de los toros, asustado con aquel gentío y la pólvora y la música de la papayera (la Santa Cecilia, de San Luis de Cúcuta), se encaramó a las graderías. La gente corría hecha bola. Unos se lanzaban de lo alto. Otros trataban de guarecerse debajo de las tablas. Las señoras gritaban, las muchachas corrían, los novios aprovechaban y aquello volviose el juicio final, al estilo de la francachela de Rin rin renacuajo. El toro, más asustado que los espectadores,  corría detrás de la gente. Los viejos caían, las señoras mostraban lo que no debían mostrar, los músicos seguían tocando y el cura, desde el atrio de la iglesia, repartía bendiciones a diestra y siniestra.

   Parecido, muy parecido, a lo que sucedió ahora, pero con una gran diferencia. El bicho de aquel día, el toro, corría asustado y tiraba cornadas al aire. El bicho de hoy es traicionero y ataca a todo el mundo sin dejarse ver. Las gentes de allá buscaban alejarse del toro. Las gentes de hoy buscan acercársele al animalejo. Allá veían el peligro cercano. Aquí ahora, se sienten seguros porque no ven al enemigo. El balance de aquella tarde de toros fue de tres canillas rotas, un brazo partido, tres ojos colombinos y una cadera hinchada. El balance hoy se cuenta por muertos. Millares de muertos. Allá pasó la tarde y se acabó el peligro. Acá el peligro sigue vivito y coleando. Y no sabemos hasta cuándo.

El presidente Duque dio la salida porque es una persona generosa. Se condolió de los centros comerciales, de Avianca, de los tenderos, de los matrimonios que se estaban desbaratando por el  encierro, de las iglesias que no recibían diezmos ni primicias, de los moteles que no recibían visitantes, de los que se estaban enloqueciendo entre cuatro paredes.  Se condolió de todos y por eso dijo: “Salgan”. Y la gente por salir corriendo no escuchó el resto: “Pero sálvese quien pueda. Yo ya no los atajo más”. Porque el presidente parecía una clueca atajando los pollitos para que no cayeran en manos del gavilán. Hasta que se cansó.

Viéndolo bien, el encierro hizo estragos: hubo gente que salió loca, otros se perdían en la ciudad y los deudores no reconocieron a sus acreedores.  Y como ya abrieron las cantinas, no faltaron los que llamaron a su casa para decir: “A mí que no me esperen esta noche”.    

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