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Recordando pesebres

El primer pesebre que conocí fue uno grande que hacía en la iglesia de Las Mercedes,

Hay cosas, fechas y personas a quienes uno recuerda con especial cariño y con nostalgia. Sucede a menudo con hechos de la infancia, como la primera comunión; o de la adolescencia, como la primera  novia. A mí me sucede con los pesebres, y por esta época me entra la recordadera y la suspiradera y la nostalgiadera.

El primer pesebre que conocí fue uno grande que hacía en la iglesia de Las Mercedes, el sacristán y cantor de misas, Serafín Bonilla.  Con cabuyas y rodachines que camuflaba muy bien entre los musgos y montañas del pesebre, y con una manivela de una máquina de moler café, el sacristán le daba movimiento a las manos de la Virgen para mostrarla hilando en una totumita, como hacían las viejitas del campo de ese entonces. 
   
San José aserruchaba y se le veía la cara de agotamiento, siempre dándole a la misma tabla sin que pudiera aserrucharla.    Del campanario descendía hasta el pesebre una hilera de palomitas  de papel, tomaban agua en la fuente hecha con papel de cigarrillo Pielroja y volvían al lugar de las campanas. 

Yo no sé cómo hacía Serafín para lograr, sin energía eléctrica, sin motores y sin dinamos, aquellos movimientos, que nos dejaban con la boca abierta a pequeños y grandes.

Este recuerdo es un homenaje a Serafín Bonilla, músico de armonio, cantor de iglesia y sacristán. Con su esposa, Esther Ramos, formaba un coro espectacular. Un mal día, un cura recién llegado lo sacó de sacristán y de cantor, y el mundo se le derrumbó. Se separó de su esposa y se metió de polvorero, pero una tarde asoleada se le estallaron los voladores y recámaras, y el hombre casi muere de las quemaduras. 

Aquel hombre sencillo, trabajador, que le dedicaba veinticuatro horas diarias a la iglesita de entonces, que hacía el pesebre más hermoso, y entonaba con Esther Ramos los primeros villancicos que escuché, murió en la pobreza y vive en el olvido. ¡Un homenaje a su memoria!  Las generaciones de hoy no lo conocieron.

Cuando la Navidad salió de la iglesia y llegó hasta las casas, aparecieron en Las Mercedes pesebres vistosos, grandes e ingeniosos, como el que hacía doña Rita Ortega de Morales, o el de doña María de Morales, doña Santos de Peñaranda, Lola Peñaranda de López, Hermelina de Ibarra, Lucrecia de Ordóñez, Viterminia de Espinel y muchos otros, pesebres donde los reyes magos viajaban a ratos en camello y a ratos en automóvil, donde la cigüeña competía con helicópteros, donde las ovejas eran más grandes que los pastores, donde las casitas de cartón se defendían del viento con piedras que les echaban por dentro, donde había plazas de toros, fiestas de matrimonios y mucha gente de diverso tamaño. ¡Cómo olvidar esos pesebres mercedeños, de tanto colorido y tanta imaginación!
   
Los arrieros llegaban con el cuento de que en una iglesia de Cúcuta hacían un pesebre en movimiento, un pesebre macánico,  en el que hasta el Niño Dios bailaba en la cunita. Pero Cúcuta era una ciudad lejana, a la que tal vez nunca podríamos conocer.
   
Y en medio de estas añoranzas, recuerdo el pesebre de mi casa, pequeño, pero alegre como la sonrisa de una muchacha; con pocas ovejas, pero mucha ternura; un pueblito de tres casas y una iglesia, pero suficiente para albergar nuestra fe familiar; con una pesebrera donde la mulita y el buey se disputaban las pajas, que le servían de abrigo al Niño Dios. ¡El pesebre de mi mamá!
   
¡Navidad, tiempo para recordar! Y ya me empezaron la suspiradera y la nostalgiadera. Y aquí termino, porque de seguir, es posible que lleguen las lágrimas y me mojan el escrito. 

gusgomar@hotmail.com

Jueves, 5 de Diciembre de 2019
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