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Su sonrisa como sorbete de guanábana

Lo sé por su piel y por sus ojos radiantes.

Desde mi ventana veo pasar todos los días a una jovencita, haciendo algunas entregas a domicilio en su negra y pequeña bicicleta. A fuerza de vernos varias veces al día, nos hemos hecho amigos. Yo la saludo con la mano desde mi ventana y ella me envía su sonrisa blanca.  Creo que no tiene más de veinte años. Lo sé por su piel y por sus ojos radiantes.  La muchacha es alegre, le sonríe a la vida y hace su oficio con optimismo y hasta con vocación.  

Desde ayer le he visto unos audífonos, por lo que me imagino que le está yendo bien en su negocio y que ya pudo comprar dispositivos para  escuchar música y mantener las manos libres que le permitan llevar con seguridad los manubrios de su vehículo. Ojalá que le siga yendo bien, pero no tan bien como para que compre una motocicleta. Las motos son enemigas de la humanidad. Las bici son amigas. Las motos son bulliciosas y engreídas. Las bicicletas son humildes y modestas. En las ciudades más cultas de Europa dizque se usa más la bicicleta que el carro. Eso dicen. Yo no conozco ciudades europeas. Pero así debiera ser. Un alcalde, con los pantalones bien amarrados, con megáfono o sin megáfono, debiera prohibir el uso del carro en la ciudad. Los carros son para las carreteras. Su nombre lo dice. Las bicicletas, para la ciudad. Como lo hace Timoteo Ánderson, un gringo nacido en Convención, que mueve su cuerpo grande y su sabiduría inmensa en una vieja bicicleta que le queda pequeña para tanta carga cultural.

Casi que le conozco el horario a mi amiga, la muchacha. Sólo trabaja en las tardes, tres o cuatro viajes, para entregar zapatos  a domicilio o bolsos, digo yo. O  ropa de alguna costurera de barrio.  Tal vez piyamas de colores para niños. O camisetas y pantalonetas. Todo son imaginaciones mías, porque jamás conversamos. Mi ventana queda en un segundo piso, que abro de par en par cuando presiento que ella viene. Cuando asoma a la esquina, yo me levanto, cierro el libro de la lectura diaria y la espero para saludarla. Ella trae su sonrisa preparada y me la deja saborear como se saborea un sorbete de guanábana. 

Pienso que las mañanas las dedica a otras actividades, tal vez a estudiar o a ayudar en los oficios de la casa o a leer. Hasta escritora será. Los que escriben son alegres aunque algunos muestren cara de amargados. ¿Y qué tal que sea poeta? ¿Y qué tal que en vez de música vaya escuchando en la bicicleta poemas de Neruda o de Bécquer o de la Storni?

El último recorrido lo hace a las 5 de la tarde. Luego se va a la casa porque a las 6 comienza el toque de queda. Llega a su casa, en algún barrio lejano, guarda la bicicleta, la acaricia cariñosamente como si fuera su amante, la limpia y la deja lista para el día siguiente. Es lo que yo pienso. Después vendrá el baño, descansará del sol y de los ajetreos del día y luego, después de la cena, tocará algún instrumento, algo así como una flauta o un tiple o aunque sea alguna pandereta.

Yo me sumerjo en mis cavilaciones, me duermo sobre el libro y sueño que ya viene la muchacha de la bicicleta. Entonces me levanto presuroso, abro la ventana, pero  caigo en cuenta de que debo esperar hasta mañana para volver a ver la sonrisa blanca de mi amiga, sabrosa como sorbete de guanábana.

gusgomar@hotmail.com

Jueves, 13 de Agosto de 2020
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