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Tacaño perfil de los sapos

El saurio criollo delata gratis, por inercia. No exige recompensa. La rechaza.

Toda época tiene los sapos que se merece. El sapo colombiano  ha hecho méritos suficientes para ir por el mundo sin comillas.

El sapo tira la piedra y esconde la cara. La clandestinidad es su ámbito. Tiene por cárcel la oscura madriguera desde donde conspira. Por dentro y por fuera de él asustan.

El saurio criollo delata gratis, por inercia. No exige recompensa. La rechaza. Él mismo se cobra sus honorarios. Es parte de sus principios, porque los tiene. (Ahora “si no le gustan, se los cambio por otros”, dice con Marx, Groucho, no Carlos).

El sapo trepa tirándose a su prójimo. Cuando se queda sin ideas, para inspirarse,  saca de la cartera la estampita (autografiada) de su tutor ideológico, Judas Iscariote. (De pronto uno de estos especímenes inventó la definición de mayoría: la mitad más un traidor).

De su amigo, de su vecino, de su pariente, dice sólo lo falso. No investiga. Sin confirmar sí lo dice. Mata y después averigua.

Decirle conspirador a un lapsus  de esta calaña es levantarle inmerecida estatua.  Si en el coctel donde se encuentra no está sapeando a alguien, agarra el sombrero y se larga a ejercer su macabro destino a otra parroquia.

Sonríe delante de su víctima para sacarle dividendos. Después dará la puñalada trapera desde el burladero, la sombra. Dispara desde el anonimato.

Se siente en su salsa como integrante del cartel de los sapos.

Este sujeto no tiene hoja de vida sino prontuario de “faltón”. No se le puede creer ni lo contrario. Se saca el chicharrón de la boca para inventar alguna infamia. Nada que ver con el zurdo Cruz Medina, del tango de Larroca que se hace moler “porque no soy delator”.

El sapo colombiano, cualquier sapo, se muere de la risa cuando lee que el catecismo del Padre Astete prohíbe levantar falsos testimonios. Miente, delata, y, en sus ratos de ocio, existe. Otra forma de sobrevivir le parecería nefasta.

No le importa hacer quedar mal a su homónimo, el sapo de verdad, metafísico y discreto como un punto y coma. Cuando el verdadero sapo desea rezar, croa. El sapo de dos pies nunca ora, prefiere calumniar.

Su divisa, tomada de alguna vieja revista de peluquería, es: de la calumnia algo queda. Puede ser una chanfa, su majestad el contrato.  Como ninguna fémina se le mide tiene que ir por la vida acompañado de sí mismo. ¡Pobre del pobre!

Los sapos ven, oyen, huelen, gustan y palpan. Todo en beneficio de su oficio de correveidiles.

Pueden vivir sin comer ni respirar. Nunca sin delatar. Si lo necesitan para sus fines, son capaces  de sapiarse a  ellos mismos.

En la mañana, frente al espejo que los  retrata en su ínfima expresión, no se afeitan los pelos, sino su más reciente sapería para que les quepan las del nuevo día.

Los ojos del reptil de Macondo son el espejo de sus  almas. En las niñas de sus ojos brillan dos permanentes calumnias.

¿Cómo reconocerlos? Tienen callo en la lengua de tanto inventar falsos positivos, o positivos negativos. La semántica es lo de menos. Se sienten condecorado si les declaran los reyes de las falk news o noticias falsas como las que propaga diariamente un señor de apellido Trump.

No sonríen, sospechan; no hablan, calumnian; no ven, entierran

prestigios; no sueñan, tienen pesadillas. Su hoja de servicios es tan elocuente que hace tiempos reencarnaron en adagio: “los sapos mueren estripados” y “murió como sapo en tomatera”, son dos de ellos.

El sapo, por ser quien es, está condenado al olvido, uno de los alias  del desprecio. Merecen que les retiren el saludo y la mirada.

Sábado, 4 de Julio de 2020
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