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Una cucuteña de Medellín

Atrajo a Cúcuta a una de sus hermanas, la cual también se hizo parte de la familia cucuteña. 

Llegó casi adolescente a Cúcuta, como la prometida de un cucuteño. Era una mujer muy bonita y como buena paisa, trabajadora. Encajó perfecto en su familia política, y se hizo parte de su historia. 

Trabajó hombro a hombro con su marido, y contrataba a destajo a sus nuevos sobrinos; criaba a sus hijos, hacía obras sociales y era miembro central en todos los eventos de su familia cucuteña. 

Atrajo a Cúcuta a una de sus hermanas, la cual también se hizo parte de la familia cucuteña. 

A su talante paisa le sumó la “fiereza” cucuteña; era frentera, francota y “comentadora” insigne del trasegar citadino. De chispa adelantada, tenía un humor que se movía entre lo gris y lo negro. Lloraba a escondidas y se carcajeaba en público; no distinguía entre familia de sangre y familia política. 

A todos los levantaba por igual. En ese grupo cayeron varios de los amigos de sus hijos e hijos de sus amigos.

Vivió las vanidades de la vida con gozo, pero cuando le tocó caminar por el lado oscuro de la luna, lo hizo con dignidad, y los momentos duros que a todos nos toca vivir, no le cambiaron el carácter; se lo fortalecieron. 

Cultivó amistades de toda una vida y prácticamente ningún odio. Ese carácter provenía de un corazón grande, como lo mostró en su trasegar por estas cálidas tierras.

Dicen que los hijos buscan parejas que se parezcan a sus madres y este caso no fue la excepción. 

Compartía con su suegra el desdén por el protocolo y comentarios certeros sobre algunos de sus semejantes. 

La prudencia en ambas no era una de sus fortalezas. Pero también compartían la simpatía, que las hacia centrales en reuniones sociales o de familia. 

Con sus hijos nunca dejó de ser mamá, pero logró ser amiga. Sus nietos redondearon una vida bien vivida. Y con otros nietos, de hermanas, cuñadas y amigas, fue mamá acompañante y un icono familiar. 

El amor fue la constante en su vida. 

Amó sin egoísmos y acompañó a su pareja con la ternura de una esposa amante hasta el ocaso de sus vidas, dejando un ejemplo de fortaleza moral que, aunque muchos sabíamos que tenía, nos sorprendió por el calibre de su talante, más aún en una época donde la mediocridad, la traición y la falsedad son moneda de cambio diario. 

Se despidió de su esposo con un besito en la mano.

La última vez que fue a Medellín le pregunté si le gustaría vivir allí otra vez y me contesto que no, porque allá ya no tenía raíces. 

Que era una ciudad impresionante, pero que ella era cucuteña; y desde la clínica donde pasó parte de sus últimos días miraba con afecto esa tierra que ella amó y la cual también la acogió sin remilgos. Y como buena cucuteña, detestaba el manejo que se daba a esta ciudad que la hace cada vez más “grande” y cada vez “menos ciudad”, como decía su concuñado. Porque, mujer a carta cabal, tenía conciencia política y conciencia religiosa, en ninguna de las cuales fue nunca fanática, sino siempre racional.

Para su familia, ya sin distinción de sanguínea o política, tenía el don de la ubicuidad. Siempre estaba en todos los momentos familiares de alegría o dolor; cuando murió mi abuela estuvo ahí, al morir mi padre estuvo ahí, al nacer la sobrina estuvo ahí, cuando me case estuvo ahí, cuando me tocó cuidar hijos estuvo ahí; estar ahí siempre, sin requerir “invitación” es la definición más clara de familia. No son relaciones de género, son relaciones de amor, a veces hasta tormentoso, pero así es la vida. Y morir es dejar ese vacío que quien siempre estaba ahí pero ahora no lo estará. A sus hijos, fortaleza; a sus nietos, referencia; a los demás ejemplo y sueño, que es la forma como Antonio Machado definió el recuerdo.

A la memoria de Gladys Henao de Vega, con gratitud.

Viernes, 17 de Noviembre de 2017
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