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Un susurro del eco del tiempo me ata a la red romántica que se teje con fantasías.

Mi desfase en el tiempo debió gestarse entre los siglos dieciocho o diecinueve –en los cuales debí nacer– y, siendo campesino, intuir anticipadamente que la decisión acertada era recorrer mi vida en una carreta sencilla, con ruedas de madera, cargada de libros, con restos de barro del camino salpicando los días.

Y –algo mejor–, ser maestro de escuela, con pizarrón y tiza, evolucionar cada vez más en sencillez y trazar en el tablero un círculo, con un compás grande de esos de madera, con punta de metal, para encerrar allí mis sueños.

Cuando pienso en las vueltas de la rueda, en la reverencia del paisaje, en el viento corriendo libre por el campo, en las piedras descansando a la vera y en un tiempo manso, el espíritu me devuelve al pretérito para buscar, de reojo, un espejismo de esos bonitos o una historia escondida que he añorado durante años.

En el vestíbulo de las horas, cada vez que leo, escucho música, o escribo, se nutren mis espacios íntimos y aparecen esos instantes mágicos, como una especie de retorno sereno y permanente al alma.

Y cuando cae la llovizna grata, esa que juega traviesa y frágil, me alojo en mi casita pequeña, con estufa de leña, mientras me deslizo entre sus gotas con un café en pocillo de metal en mis manos, humeando una nostalgia buena.

En fin, un susurro del eco del tiempo me ata a la red romántica que se teje con fantasías, cuando la soledad y el silencio, alojadas en el corazón, cultivan los recuerdos de cosas que no han pasado –imaginarias– y reflejan en el espejo añejo la esperanza de hallar sentido a la existencia.

Domingo, 29 de Noviembre de 2020
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