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Centenario de Eduardo Ramírez Villamizar

Ramírez Villamizar dejó como última y maravillosa obra el museo que levantó en Pamplona.

Durante los días 26 y 27 de agosto pasados se conmemoraron los 100 años del nacimiento del gran artista pamplonés, quien donó a su ciudad natal el museo de arte moderno más importante de la región.

Eduardo Ramírez Villamizar era oriundo de Pamplona y allí pasó sus años de infancia. Los antepasados del maestro tenían, como muchos de los viejos lugareños, fuertes caracteres. Su abuelo materno, Justo Villamizar, había sido un hombre rico, pero como secuela de las guerras civiles del siglo XIX se arruinó y quedó con cuantiosas deudas. Tomó la decisión de pagar hasta el último centavo, y mientras no lo hiciera calzaría alpargatas de lona. Por eso, durante largos años, los pamploneses vieron a don Justo andar con sus impecables alpargatas blancas.

Eduardo Ramírez Villamizar era hijo de Jesús Ramírez Castro, proveniente de Villa del Rosario de Cúcuta, y de Adela Villamizar Cote, pamplonesa raigal. El padre era un orfebre que trabajaba con primor la plata y fue el maestro de todos los plateros de Pamplona de quienes, todavía, hijos y nietos, conservan algunos talleres. 

Detrás de su prestigio había un hombre sencillo y tímido; terco, a su vez, cualidad que le había permitido sobreponerse a la fuerza del tradicionalismo de su entorno infantil, pero, también, desplegar con creces la vena estética y artesanal de su padre. Ramírez Villamizar también era un orfebre. 

Trabajaba muchas horas al día y luchaba con las formas, las sombras y los colores a los que fue derrotando hasta construir una obra coherente, depurada y original. Es difícil encontrar en Colombia una obra escultórica de igual armonía, fruto del esfuerzo disciplinado de un hombre que dedicó toda su vida al arte.

Ramírez Villamizar dejó como última y maravillosa obra el museo que levantó en Pamplona gracias a la ayuda de amigos suyos como Virgilio Barco, Belisario Betancur, León Colmenares y Augusto Ramírez Villamizar, su primo. Al museo dedicó sus últimos años con un amor inmenso y una constancia incomparable.

Después de muchos años de búsqueda había encontrado la figura geométrica del rombo como la base de su estética y, a partir de ese hallazgo, todas sus creaciones estaban compuestas de rombos que, utilizados de varias maneras, le permitían idear las formas más diversas.

Nunca se casó. Al final de su vida vivía acompañado por una empleada y su pequeño hijo que atendían las labores domésticas. Era, esa, su familia íntima, y él se comportaba como padre y abuelo con todas sus características peculiares: Regañaba por el desorden y los olvidos, y consentía al pequeño a quien le fabricaba juguetes de cartón que éste despedazaba sin entender lo valiosos que podrían ser.

Murió serenamente y, hoy, parece vivo en su museo, en sus cenizas cobijadas por la sombra familiar del magnolio del patio, en las formas geniales de su pintura, en las luces y sombras de sus relieves y esculturas que perviven como herencia invaluable, legada a la ciudad a la que quiso enriquecer con lo mejor de su producción artística.

ramirezperez2000@yahoo.com.mx

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Sábado, 3 de Septiembre de 2022
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