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¡Cójanme ese trompo en l´uña!

Hoy todo es complicado. No basta con presentarse a cumplir con el sagrado precepto del sufragio.

Recuerdo las elecciones de antes en mi pueblo. Todo más fácil. Todo descomplicado. Ese día, el elector llevaba su papeleta con el voto listo para depositarlo en la urna.  Había que llevarlo bien apretado en la mano para evitar que alguien del otro bando, con algún truco o magia electorera, intentara cambiarle el voto. Las mujeres se echaban al seno la papeleta y allí, ese día, ni siquiera  el marido podía meter la mano. En un seno, la platica, y en el otro, el voto. Seguro. Fácil. El votante llegaba, lo registraban, le comparaban la cara con la foto de la cédula, echaba el voto a la caja previamente sellada (“Nada por aquí, nada por allá”), y en seguida metía el índice en un frasco de tinta morada indeleble. A los mochos les untaban el mocho.  La tinta duraba hasta una semana en desaparecer, pero identificaba al que ya había votado, para evitar que alguien se doblara. 

Conocí la cédula de mi nono Cleto Ardila. Era un papel grande, escrito a máquina, donde figuraban todos los datos del ciudadano. La hoja, cuidadosamente doblada, la llevaban los hombres en la billetera o carriel. Digo los hombres, porque las mujeres no tenían cédula. Ellas no eran ciudadanas. No podían votar. Mucho después, cambiaron esa hoja de papel, por la cédula laminada. Y por fin un día, por allá a mediados del siglo pasado les dieron cédula a las mujeres. Los políticos necesitaban el voto de ellas y por eso las volvieron ciudadanas y las cedularon.

Mi pueblo era un pueblo godo. Godo hasta las cachas, pero dividido en dos bandos: los de azul marino, intenso; y los de azul desteñido, color cielo brumoso. Pero todos eran amigos y compadres y hasta de la misma familia. El día de elecciones, el almuerzo era gratuito para todos los votantes. Cada capitán, que conocía a los suyos, repartía las boletas del sancocho. No faltaban, sin embargo, los que almorzaban en una y otra parte. Doble panzada.

Hoy todo es complicado. No basta con presentarse  a cumplir con el sagrado precepto del sufragio. Ahora, primero, toca buscar el sitio y número de la mesa, luego el chequeo electrónico de la huella.  Si no tiene huellas, el asunto se le complica. En el cubículo, viene el camello: Localizar en esa cartulina que llaman tarjetón, el logo, la foto y el número del candidato. Si lo logra, la patria se ha salvado con una equis. De lo contrario, la equis raya a cualquiera.

Además, hay que saber si la lista es abierta o es cerrada, para ver por quién se vota. Y de ñapa, ahora se inventaron la moda de las coaliciones para consultar y escoger candidatos presidenciales. El votante queda más loco que una cabra, enredado entre los nombres de  coaliciones,  precandidatos, candidatos y otras arandelas, sin saber exactamente cuál es el escogido para rayarle la cara. El mundo es cada día más complicado.

Pero bueno. Lo difícil, lo verdaderamente difícil, en ese coge-coge en que nos mete la democracia, es escoger al menos pior de todos, para votar por él. ¿Entre toda esa catorcera, cuál será? ¿El que manda mercados o el que paga a $70.000 cada voto?   ¿El que nos va a conseguir trabajo o cupo en la universidad para la sobrina? ¿El que habla más bonito, o el que dice que ahora sí, o el que de verdad quiere cumplir?    El domingo hay que votar, pero no botar el voto. Hay que elegir a los mejores. ¿Y quiénes son ellos? Cójanme ese trompo en l´uña.

gusgomar@hotmail.com

 

Jueves, 10 de Marzo de 2022
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