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El mejor español del mundo

¿Que en Santafé de Bogotá se habla el mejor castellano? En Piura dicen lo mismo. Y en las provincias de Valladolid o Palencia o en Burgos se darían en la jeta, en la boca, en los morros por atribuirse el origen de la lengua.

No sé quién nos metió el gol. Pero eso se decía cuando corrían los setenta y yo corría sin hablar detrás de una pelota: “En Colombia se habla el mejor español del mundo” pregonó alguien y muchos nos lo creímos sin saber por qué tal medalla, y la sentencia se repetía de La Guajira al Amazonas (en estas regiones se hablan más de cincuenta lenguas) como un mantra criollo sin preguntarnos a cuenta de qué ni quiénes ni cómo habían dado con ese dato tan etéreo.

No creo que se hable mejor la lengua madre (mamá Medea) en un lugar más al norte o más al sur, tan sólo cabría intuir que en América se instalaron castellanos de más arriba o de más abajo de la península y cada latitud pescó y acogió maneras de molerlo y descalabrarlo. Alguna vez viajé por carretera y carrilera por Suramérica (hay que alardear, chicanear, fardar) y antes de cruzar la línea ecuatorial ya no entendía algunas jeringonzas, así, con dos enes; y de ahí en adelante supe que el lenguaje de mi cuadra —con el que crecemos— se quedaba corto y tuve más claro que las palabras, todas, están a merced para combinarlas lo más lúcido y lucido que podamos. Mientras avanzaba cada tantos kilómetros escuchaba un español diferente, en sus notas y en su ritmo.

Rumbo a Cuzco, me encontré en un trancón descomunal y pregunté a un lugareño qué pasaba y me dijo que era una trancadera. Entendí porque era evidente que la fila de buses y camiones y camperos se extendía en lontananza (me repele esa palabra, pero existe porque más de uno la entiende y escrita queda). Tal vez la pregunta sobraba, pero según donde hubiera estado, la respuesta podría haber sido: atasco, taco, embotellamiento y algunas más.

Más adelante en Iquique, una señora que me acogió en su casa me ofreció porotos y como tenía mucha hambre dije que sí sin saber si era un molusco o alguna fritura. Ignorancia pura. Nada mejor que no saber para poder sumar. (Todavía hay quien se burla de cómo se dice esto o aquello en esta o en otra parte). Y para no alargar el viaje, en Buenos Aires me sacó de la resaca (guayabo, goma, cruda) un muchacho que gritaba al otro lado de la puerta, “el sodero, abrime, soy el sodero”. Entendí cuando calmé la sed.

Volviendo al reducto emparamado de donde salí, allí, de pequeño escuché palabras de esas que uno cree son las definitivas, que esas son las que son y punto. No son otra cosa que palabras aposentadas, detenidas en los relojes y que corren el peligro de desaparecer como las recetas inconfesables. Por ejemplo, en las cocinas se sentía bullir la sopa (mientras escribía el borrador en el teléfono, su corrector insistía en poner “billar”); o en el solar de las casas de antes, la gente pañaba moras o higos, o a los niños los regañaba el taita. Rezagos de gentes de Cataluña, de asturianos o vascos que dejaron parte de su diccionario (y algunos resabios) en nuestros condados sin conde. 

¿Que en Santafé de Bogotá se habla el mejor castellano? En Piura dicen lo mismo. Y en las provincias de Valladolid o Palencia o en Burgos se darían en la jeta, en la boca, en los morros por atribuirse el origen de la lengua y su corrección al tratarla. El mejor castellano del mundo está en las calles y no sólo el que está “en letras de molde” como se decía antaño. Eso sí, el molde hay que romperlo una y otra vez, aunque sea para no entendernos.

Sábado, 10 de Abril de 2021
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