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El pueblo de los molinos de viento

Los parajes de la Mancha de Don Quijote y los municipios de Norte de Santander.

 “Cuando llegué al nuevo Gramalote, me sentí en Castilla, España. O en los parajes de la Mancha, donde don Quijote, montado en Rocinante, se enfrentaba a los molinos de viento. Porque en este bello pueblo, Gramalote, acabadito de nacer, también hay molinos de viento, modernos y de colores, moviéndose al vaivén de la brisa, que aquí corre juguetona, transparente e incontaminada, por las calles anchas y casi que sin estrenar.

“Yo no conozco España, pero en Gramalote sentí una ráfaga cervantina que nunca había sentido. Además, el paisaje, la moderna arquitectura, las casas de teja, el sol de la tarde jugando en las montañas y, sobre todo, la amabilidad de sus gentes y la tranquilidad que les rebosa el alma, me cautivaron por entero en este nuevo Gramalote”.

 Los anteriores son fragmentos de mi libro El pueblo de los molinos de viento, cuyo lanzamiento se efectuó en la Feria Internacional del libro de Bogotá, el pasado 25 de abril, en el acto denominado Día de la nortesantandereanidad.

Pero en el libro no sólo se habla de Gramalote. También hay artículos sobre otros pueblos, otros caminos. De las páginas dedicadas a la cuna del café, Salazar de las Palmas, transcribo el siguiente fragmento, que retrata al padre Francisco Romero, párroco de aquel pueblo en una confesión:

 “-Hijo mío, ¿cuántas veces le fuiste infiel a tu mujer, desde tu última confesión? “-Apenas cinco veces, padre.

 “-Grave pecado. Para darte la absolución, debes comprometerte a sembrar diez matas de café por cada infidelidad. Debes sembrar cincuenta matas. En la casa cural te doy las semillas y las instrucciones”.

 De la capital panelera de Norte de Santander, dice el libro, en uno de sus apartes:

 “Llegué a Convención una mañana de febrero, a estudiar en la normal Rural de ese entonces, becado por el Ministerio de Educación. Dos cosas me impactaron en el momento en que descendí del bus en el parque central. Primero, el olor a miel de caña molida, que subía de los trapiches que se divisaban en las hondonadas, al lado de los extensos cañales. Y segundo, las calles empinadas, que suben o bajan, según sea la dirección del caminante. O como dice Rulfo, del camino de Comala: “…para el que va, sube. Para el que viene, baja…”

 “La mejor definición de Convención la dio el escritor y pedagogo José María Peláez Salcedo en el poema que le compuso al pueblo y al que le puso música el profesor Ramón Ballesteros, apodado ‘Pénjamo’, canción que posteriormente popularizó el extraordinario dueto convencionista de Juancho y Alfredo:

“Admirable ciudad llena de vida/ recostada con muelle candidez/ en la bella montaña enardecida/ donde todo es trabajo y sencillez/”

Y sigo con algunas muestras del libro:

Sobre el primer carro en Cúcuta, el artículo comienza:

 “Don Enrique se levantó ese domingo más temprano que de costumbre. Orinó al pie del papayo que había en el solar, le sonrió a la aurora que ya asomaba por el cerro Tasajero y se dirigió a la cocina donde la criada, Carmencita, le tendría listo el primer café de la mañana, bien cargado y cerrero, como a él le gustaba. Entre sorbo y sorbo, el italiano repasó las actividades que ese día lo esperaban.”

 El libro también habla del Congreso de 1821 en Villa del Rosario, de la arepa ocañera y de la Virgen de Torcoroma, de los reinados de belleza departamental que se desarrollaban en Chinácota, y de cuando Cúcuta tuvo mar, hace jurgos de años. Si no me creen, consigan y lean el libro. Les fascinará.

 gusgomar@hotmail.com

Jueves, 5 de Mayo de 2022
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