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El que ha de morir a oscuras…
... aunque anden vendiendo velas.
Martes, 7 de Diciembre de 2021

Esta noche es noche de velitas. Encenderemos velones, velas, faroles o lámparas –la forma y el tamaño son lo de menos-, pero la noche será “De las velitas”.  Lo importante es que los andenes y los balcones y las callejuelas se iluminen. Se prenderán oficialmente los alumbrados navideños en parques y avenidas y edificios públicos.  Y  habrá polvorada y habrá bailoteo, y la francachela será un común denominador en todo el planeta. Hoy comienza propiamente la alegría decembrina. (Los políticos en campaña aprovecharán para echar algún discurso sobre la alegoría de las luces en la oscura noche en que se encuentra nuestra patria).

En mi pueblo de infancia, a falta de luz eléctrica, alumbrábamos las noches con mechitos de kerosene, que cada familia colocaba en su puerta. En alguna botella vacía de cerveza Sajonia (porque al pueblo no llegaba luz ni carretera, pero sí llegaba cerveza) o en un frasco vacío de purgante Citromel, para las lombrices, echaban el kerosene, le ponían una mecha de franela o de trapo viejo, que se prendía, y se hacía la luz en el sardinel de cada casa. Semejantes a las bombas molotov que usan los estudiantes contra la policía, en las manifestaciones, pero aquellas no hacían daño. De lejos, el pueblo parecía un pueblo de cocuyos y fantasmas, según algún verso que leí hace poco. De modo que no había necesidad de encender velitas el 7 de diciembre, porque ya el pueblo estaba lleno de lucecitas ingenuas, humildes, subdesarrolladas.

A veces pienso (los columnistas a veces pensamos), ¿qué sucedería en el mundo, si hubiera un apagón universalmente definitivo? ¿Volveríamos a las velas de cebo, a los fogones de leña, a los mechitos de gas sobre las puertas?

La costumbre de las velitas el 7 de diciembre no es nuestra. Viene de Roma. Sucedió que en 1854, el papa Pío IX  proclamó la Inmaculada Concepción de María, Madre de Dios. La noche anterior a dicha promulgación, las gentes se  reunieron en la Plaza de San Pedro, en Roma, y con cánticos y velas encendidas pasaron la noche en vigilia de oración y de alegría.

La costumbre se regó a lo ancho y largo del mundo católico, y esa es la explicación del por qué encendemos luces la noche del 7 de diciembre de todos los años.  Al otro día las casas amanecen con los andenes sucios de la cera y la esperma de las velas, y en la ventana flamea una bandera blanca con la imagen de la Virgen. Con ella los católicos muestran su cédula, para que nadie se llame a engaño.

Pero no se trata solamente de prender luces y echar pólvora y quemar bengalas y lanzar globos. Es una fiesta que, en muchos lugares, hace que las familias se reúnan, en un anticipo de la Navidad. Días después vendrán la novena bailable, los aguinaldos, el intercambio de hayacas y la entrega de tarjetas. Hoy es el comienzo.

El negocio es redondo. O mejor, la reactivación económica se da para todos. Les va bien a los que venden bombillitos de colores, a los que ofrecen adornos para engalanar las calles de uno a otro lado, a los vendedores de trago, a los músicos que se alquilan para tocar canciones de los Tucusitos, a los que venden pólvora a escondidas de la policía (los agentes  se hacen los de la vista gorda). Y les va muy bien a los que venden velitas, aunque no sean creyentes. Al fin y al cabo, en ellos se cumple el sabio proverbio: “Si han de morir a oscuras, aunque anden vendiendo velas”.

gusgomar@hotmail.com

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