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El Zaguán
Cuando el terremoto de Cúcuta, la aldea de casas de bahareque y calles con acequias para el agua, se derrumbó.
Martes, 9 de Mayo de 2023

Venga, amigo, lo invito a caminar por la ciudad. Mire, en esta esquina había una casa grande, ancha, llena de vientos y jardines. Eso fue antes de que llegara el progreso y la derrumbara. El progreso acaba con nuestros valores y costumbres.

Cuando el terremoto de Cúcuta, la aldea de casas de bahareque y calles con acequias para el agua, se derrumbó. Fueron muchos los muertos y las pérdidas. Los sobrevivientes  salieron corriendo hacia el corregimiento de La Vega, por los lados de lo que hoy se conoce como el Pórtico.

Pero no haga esa cara, mi amigo. Que ya lo que pasó, pasó. Ocurrió en 1875 y de la tragedia no nos queda sino el recuerdo. Venga, tomémonos otra fría, que este calor no se lo aguanta ni el patas.

Resulta y pasa, como dicen las abuelas, que poco a poco el pueblo fue reconstruido, pero ya con ínfulas de ser ciudad. Le encomendaron la tarea a un arquitecto venezolano que por aquí andaba, de nombre Francisco de Paula Andrade Troconis, quien de inmediato puso manos a la obra. Proyectó una ciudad de calles anchas, arborizadas, cuyas casas más que casa eran casonas, de amplios corredores, solar grande con árboles frutales, jardín al frente, y un zaguán grande, por donde entraban la luz del día, la brisa de la tarde y las visitas.

El zaguán era la comunicación entre el mundo exterior y la vida de adentro, la intimidad familiar, el regocijo hogareño. Las casonas tenían ventanas y otras puertas, pero era el zaguán el que le daba vida a la casa, con sus materas, su piso empedrado, su doble portón, que al abrirse dejaba ver un patio luminoso con matas florecidas, que cuidaba la abuela en tiestos de barro, en materas de cerámica y en bacinillas viejas de peltre de colores.

Era una ciudad hermosa, colorida, fresca y amigable. Pero la ciudad siguió creciendo y llegaron los urbanizadores con su afán de dinero y de economía de terreno. Era necesario, decían, eliminar tanto espacio perdido. Y entonces se acabaron los patios, se acabaron los solares, se acabaron las casonas y se acabaron los zaguanes.

Otra fría, mi  amigo, para disimular la nostalgia. Dicen que todo tiempo pasado fue mejor. Yo no sé si será cierto, pero la Cúcuta de antes tenía un atractivo especial que desapareció como han ido desapareciendo tantas cosas bonitas que había en ella. ¿Recuerda, mi querido amigo, las retretas de antes? En algunos parques había una glorieta, donde se trepaban los músicos a tocar largo rato, los sábados en la noche, mientras las parejas daban vueltas, al son de bambucos y de brisas que venían del río.

No, no es que me esté poniendo romántico ni que se me estén subiendo las polas, es que duele ver cómo el tiempo se lleva las cosas bonitas que vivimos hace ya un jurgo de años.   ¿Ve aquella fuente seca, muriéndose de sed y de tristeza? ¿Ve aquellos árboles podados a la topa tolondra?

Pero volviendo a lo nuestro. Muéstreme un zaguán, sólo uno, y le brindo la otra. La última. No los hay, ¿cierto?

Pues bien. Para recordar nuestros viejos zaguanes, y por el profundo significado que tienen los zaguanes en nuestras vidas, es por lo que ahora por redes empezó a circular una revista cultural con ese nombre poético: El zaguán.

Lo invito, mi amigo, a que la lea. Si le gusta y la disfruta, le acepto una más. Poemas, cuentos, biografías y dibujos. Una revista hecha con las uñas y el corazón. Venga la otra. La del estribo.

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